El sistema de ruteo en Juárez es así, tan anárquico y sucio como buena parte del municipio. Es uno de los rostros más visibles del desenfado y de la derrota de la autoridad ante una especie de mafia que jamás acata recomendaciones.
El chofer ha pisado fuerte el pedal del freno, y todo el pasaje ha chocado contra sí, y uno que otro se ha dado un golpe en los tubos soldados para hacerla de pasamanos a mitad del pasillo. Es un día cualquiera a bordo de las unidades de transporte público de la ciudad.
-Qué bárbaro: pues si no trae vacas, oiga-. Es lo único que surge como queja de entre una veintena de pasajeros de la ruta 8-B. El resto simplemente se pone serio o se sonríe. Depende de cómo le fue con el súbito amarre del camión.
La violenta maniobra del conductor no fue para evitar ningún accidente. Lleva algunos minutos jugando carreras con un compañero suyo, quien parece haber violado los horarios de salida y le disputa al mismo tiempo, pasaje que el otro creía exclusivo para él.
El sistema de ruteo en Juárez es así, tan anárquico y sucio como buena parte del municipio. Es uno de los rostros más visibles del desenfado y de la derrota de la autoridad ante una especie de mafia que jamás acata recomendaciones.
El desparpajo del transporte público puede verse desde las paradas, que no tienen orden y mucho menos control.
Juárez se ha transportado siempre a la deriva. Y no hay indicios serios de que las cosas vayan a cambiar.
Hace un par de años, en la anterior administración municipal, se conformó uno de tantos Consejos Consultivos del Transporte Público.
Se trató de un grupo integrado por representantes del Gobierno del Estado, el Municipio, el sector Educativo y los mismos concesionarios del transporte, que nunca resolvió nada: no fijó estrategias que sirvieran para un mejor servicio, por ejemplo.
Arriba en la rutera ni quién sepa nada al respecto. La mayoría de los que van ahí son gente ocupada más en resolver su día, que en reparar en lo que ellos mismos juzgan como algo insignificante.
“Mire, con que lleguemos a tiempo, sanos y salvos, pues uno está más que servido”, dice el vecino de asiento, que responde al nombre de Adán. “Lo otro, pues es como todo aquí, oiga: la gente no se deja”.
Es verdad. O mejor dicho, desde esta realidad es difícil que las autoridades entiendan lo que importa un mejor servicio de transporte, porque difícilmente ellos han requerido alguna vez sus servicios.
La ciudad cuenta con un parque vehicular cercano a las 400 mil unidades, según algunos censos manejados por las autoridades. Eso equivale a un promedio de dos carros por familia, lo que da una idea del enorme trastorno de tránsito: además, Juárez tiene la mitad de su territorio sin asfalto.
Un transporte público eficiente descargaría mucho ese conflicto ciudadano. Pero todos los intentos hasta hoy han fracasado.
Desde hace 20 años se planteó la apertura de una línea de metro que fuera de norte a sur, pero todo quedó en planos de arquitectos y urbanistas.
Más reciente, el Instituto Municipal de Investigación y Planeación, el IMIP, diseñó un proyecto de una red de transporte moderno que diera por fin a la ciudad un modo de traslado digno. Pero tampoco prosperó.
Una versión cambiada por capricho político, en el 2002, cuando entró en relevo un gobierno temporal del PRI, se gastaron unos 60 millones de pesos en la ejecución a medias del proyecto.
El Consejo que administró la ciudad durante el 2002, compró 20 camiones y cimentó un corredor de paradores que, dijeron los sucesores al mando del municipio, no servían de nada.
Poner en marcha el proyecto de transporte semimasivo requería, dijo el anterior alcalde, Jesús Alfredo Delgado, de al menos 100 millones de pesos. Sobra decir que todo lo invertido se perdió en forma irremediable.
La ciudad sigue su paso en ruedas destartaladas. La gente a bordo de la ruta 8-B se ha recetado un casette de la Banda el Recodo, sin que jamás el conductor haya tenido en cuenta que el volumen de sus bocinas lesionaba los tímpanos.
Ha llegado a la parada final, frente al edificio municipal. Ahí, unos cuantos camiones de los 40 que se compraron hace dos años, toman el relevo como para no dejar habladurías por su desuso. Y un poco más allá, como constancia de las malas decisiones, una de las 42 estaciones contempladas como paradores, sirve de cueva a viciosos y vagabundos, a un lado de las garitas del puente Santa Fe.