Una bala destrozó la cabeza de una alumna de secundaria, hace un año, en la Ciudad de México, y la respuesta de las autoridades fue reabrir una polémica e ineficaz medida: la revisión de mochilas a la entrada de los planteles educativos.
De la capital mexicana a ciudades tan distantes como Reynosa y Guadalajara, Monterrey y Juárez, la operación ha dado muestras de una tibieza singular, en la que el problema de fondo simplemente se evade.
El entorno de las escuelas, en el que se tejen las complejas redes de criminales y policías, contiene la manzana podrida que las autoridades se empeñan buscar en las pertenencias de los representantes del futuro de un México con una miopía cada vez mas evidente.
Sobre la avenida Mosqueta una centena de conductores maniobra sus automóviles para esquivar una línea de autobuses del transporte urbano que va en sentido contrario. El carril de contraflujo por el que deben transitar los colectivos se encuentra invadido por cajas, motocicletas, vagabundos e infinidad de criminales que operan en las inmediaciones del tradicional mercado de La Lagunilla, en la Ciudad de México. Fuera de los conductores, a nadie le importa el desorden. Ni siquiera a los patrulleros y agentes de tránsito estacionados en la zona.
Se trata de una imagen cotidiana en la que el relajamiento total de las normas ocurre para conveniencia de todos. Los mercaderes ofrecen productos falsificados o introducidos de contrabando que provoca tumultos en los que es fácil cometer asaltos, vender o consumir drogas y traficar con armas de fuego. Con ello se alienta un gran negocio del que también forma parte la policía, que cobra su disimulo y protección.
A menos de un kilómetro, sobre el mismo Eje Uno Norte, el ex secretario de Seguridad Pública, a la cabeza de un grupo de funcionarios de la delegación Venustiano Carranza, habló el 10 de junio a los alumnos y maestros de la Secundaria Diurna 277 Luis González a cerca de las normas que deben seguir para procurar un mejor desarrollo humano. Marcelo Ebrard acudió ahí en su calidad de jefe máximo de la policía capitalina para instalar ese jueves el programa “Escuela Segura”, en un plantel en el que una parte de los 300 alumnos que lo componen son hijos de quienes delinquen en el enorme laberinto de la Lagunilla.
El programa reiniciado por las autoridades después de que una alumna de secundaria murió semanas antes víctima del balazo que recibió en la cabeza mientras se encontraba en su salón de clases, en la delegación Ixtapalapa, se basa en un par de acciones cuestionadas por su insuficiencia.
Vigilar la entrada y salida de los estudiantes o revisar sus pertenencias antes de que ingresen al plantel es, en todo caso, una manifestación de la incapacidad que tienen las autoridades para hacerle frente al crimen, dice Guillermo Bustamante, el presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia.
“Lo que necesitamos no es un operativo mochila”, sostiene. “Necesitamos que esos operativos ni siquiera ocurran, pues lo que se debe abatir es la delincuencia; hay que atacar al hampa, porque este tipo de acciones suelen ser sólo una llamarada que no resuelve el problema de fondo, que es la descomposición del tejido social y la grave corrupción de las autoridades”.
Lo dicho por Bustamante encuentra sustento en las mismas estadísticas formales realizadas por autoridades y organizaciones civiles para medir los índices de criminalidad en las grandes ciudades mexicanas, y no sólo en las delegaciones que conforman la ciudad capital.
Una de ellas, levantada hace año y medio por el Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad, indicó que más de la mitad de los delincuentes en el Distrito Federal -el 54.3 por ciento de los aprehendidos por la policía-, son jóvenes cuya edad oscila entre los 16 y 25 años. Y del total de criminales, un tres por ciento correspondió a niños menores de 15 años. El asalto y el robo, de acuerdo a los datos de la misma encuesta, constituyen el 58 por ciento de los delitos que cometen, y en la mayoría de ellos se emplean navajas o cuchillos.
La relación entre delitos comunes y consumo de drogas es una fórmula que prevalece y se agrava.
En la delegación Venustiano Carranza, por ejemplo, el 70 por ciento de los delitos que cometen menores de entre 12 y 15 años, son perpetrados bajo el influjo del alcohol y otras drogas prohibidas como la mariguana y la cocaína, dice Félix Calderón Padilla, el director de Seguridad Pública.
Son números que embonan con las cifras dictadas por la Encuesta Nacional de Adicciones. Para el 2002, unos dos millones de mexicanos entre los 12 y 34 años se declararon consumidores de drogas que van desde la mariguana y la cocaína, hasta las metanfetaminas, el crack, la heroína y los inhalantes. Son drogas, señala la encuesta, que se obtienen entre amigos y conocidos, así como en las calles, en proporciones que no hacen sino revelar la gravedad del fenómeno.
Un operativo con las características que tiene el de Escuela Segura, parece no ser garantía de nada. O de muy poco.
“Es verdad”, dice el jefe de policía en la delegación Venustiano Carranza. “Lo que se ejerce es vigilancia para eliminar factores de riesgo para los alumnos en al menos un kilómetro a la redonda. Nada más”.
Al margen del éxito o el fracaso relativo que puedan tener estos programas que se aplican en gran parte de las escuelas públicas del país, las autoridades enfrentan un problema más elemental: la falta de equipo y personal.
Manzanas podridas
“En la Colonia se escucha de pronto que en tal calle aparecieron unos difuntos, pero es lejos, a dos o tres calles de la escuela”.
En el entorno de la Secundaria Diurna 277 la realidad es una amenaza permanente. María Guadalupe Pantoja Bravo, la directora, es una maestra con 32 años en servicio y dos al frente de ese plantel. Ella sabe de la gravedad delictiva en la colonia Morelos, si bien jamás ha sufrido atentados.
“Lo que oigo yo en los medios de comunicación es realmente para preocuparse. Por lo que se vive en los alrededores sabemos que es una colonia peligrosa, y nada de lo que se dice de ella es falso: ahí están los cadáveres”, dice.
Su escuela es como cualquier otra en una zona difícil como la Morelos. Los problemas de pandillerismo, de venta de drogas, de asaltos y robos en sus inmediaciones no son extraordinarios. Tan sólo en esa delegación funcionan 410 centros educativos que van desde preprimaria a preparatoria, y en las calles que las circundan se cometen un promedio de 25 asaltos por día y seis homicidios cada semana.
El dato es importante. En la delegación, donde residen medio millón de personas y la transitan diariamente otro millón, laboran 500 agentes de policía divididos en tres turnos. Para ellos existe un parque vehicular de 60 patrullas, de las que al menos la mitad no funciona por desperfectos mecánicos. Es decir, la operación Escuela Segura es una meta imposible.
“Es insuficiente incluso si se quisiera tener a un policía por escuela”, dice el director de Seguridad Pública. “Ése es nuestro principal obstáculo para operar”.
Pero la falta de equipo y personal no son lo único que es adverso para garantizar seguridad a los estudiantes. La falta de criterios y conocimiento legal entre los agentes es un factor que por lo menos alimenta la inoperancia.
Al otro lado de avenida Congreso de la Unión, a menos de 100 metros de la secundaria, la venta de droga es algo que muchos conocen. A un lado de la estación de gasolina que se encuentra ahí, decenas de adolescentes van cada día por su dosis. Pero además, los ex alumnos de la misma escuela son quienes la ofrecen a la salida.
Es algo que sabe perfectamente Ernesto Ramos Solís, el encargado de la unidad 0858 que se encarga de velar por la integridad de los alumnos en esa secundaria.
“Pues si todo mundo sabe”, dice. “Pero eso es competencia de la AFI. Nada más los federales les pueden llegar a los vendedores”. Enfrente de él, cinco ex alumnos operan con total impunidad.
La maestra Pantoja:
“Todo esto es un grave problema porque lo que les inculcamos aquí, allá afuera la realidad nos rebasa. Nosotros, por ejemplo, les hacemos mucho énfasis en que no deben tomar algo ajeno, porque eso es robar. Pero llegan a sus casas y los papás se dedican a asaltar. Entonces, para los muchachos es normal que sus padres se dediquen a robar, porque de eso viven. Entonces lo que nosotros les digamos, simplemente choca con esa realidad”.
Lo dicho por la directora no es un criterio que pueda perderse. Se trata de una percepción que comparte un gran número de ciudadanos preocupados por el clima social.
“Lo que ocurre es extraordinariamente grave”, advierte Guillermo Bustamante, el presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia. “Es grave porque nuestros hijos son totalmente vulnerables en el trayecto a casa. Y el que este nivel de inseguridad ocurra en parte a la complicidad de las autoridades, lo vuelve todavía peor”.
Reacciones desesperadas
La revisión de mochilas y la presencia policíaca a las puertas de los centros educativos parece ser, sin embargo, la primera acción en la que piensan autoridades y padres de familia en cuyas ciudades la delincuencia es agobiante. Los antecedentes de esos operativos son pobres. A lo más que se llega es a decomisos menores que de ninguna manera atentan en contra de los criminales que rondan las escuelas y mucho menos perturban la dinámica delictiva. Pero eso no importa.
Tamaulipas es uno de los estados con mayores índices de inseguridad. En una zona factible para actividades criminales de gran envergadura, los asesinatos y secuestros son tan comunes como el consumo de drogas.
Eso quizás fue lo que motivó a Mariano Báez Aguilar, en su calidad de presidente de la Asociación Estatal de Padres de Familia, a proponer el 13 de febrero que la operación mochila fuera incluida, así fuera a destiempo, en el Plan Estatal de Desarrollo 1999-2004. Eso nunca ocurrió.
Se trataba, dijo, “de crear comités y subcomités de seguridad pública escolar, para poner en marcha como medida de seguridad la llamada operación mochila, en donde participen exclusivamente el personal docente, de servicio y apoyo, y los padres de familia”.
La solicitud incluía también la creación de una ley que prohíba la apertura de cantinas y centros nocturnos en un radio de al menos 200 metros en torno a las escuelas.
En el 2001, un atentado criminal escenificado en el interior de una escuela pública en la ciudad de Guadalajara, fue un hecho esgrimido por parte de la sociedad para exigir a sus autoridades la implementación de revisiones exhaustivas en las pertenencias de los alumnos. La respuesta del gobierno fue contundente: no habría operación mochila en Jalisco.
El gobernador Francisco Ramírez Acuña expuso los motivos:
“El operativo mochila definitivamente lo consideramos como algo que ataca directamente a la propia dignidad del ser humano, que violenta las garantías individuales. Estaremos trabajando de una manera distinta para evitar que se lleven armas a las escuelas y trabajaremos con los padres de familia, porque en este caso es importante que la propia familia esté soportando la conducta del muchacho”.
En los hechos, dijo el gobernador, la incursión de manos policíacas en las pertenencias de cualquier ciudadano constituye un atentado en contra de los derechos humanos.
Es una impresión que no todos comparten.
En Nuevo León, el subsecretario de Educación Básica, Jesús Humberto González González, opina distinto:
“Bueno, aquí de lo que se trata simple y sencillamente es evitar hasta donde se pueda que los estudiantes lleven objetos no permitidos a las escuelas. O sea, más que la operación mochila, de lo que se trata es de la cultura de la seguridad”, dice.
El 27 de mayo, en Toluca, el ataque sexual cometido por un maestro en perjuicio de uno de sus alumnos, fue otro pretexto para que docentes y padres de familia exigieran el retorno de la operación mochila, una práctica que se había desechado por constituir, se dijo en su momento, un claro atentado en contra de los derechos de los niños.
Sin embargo, la erradicación del problema requiere de algo mucho más complejo que la simple revisión de bolsas en busca de armas y drogas.
México es uno de los países en los que mayor cantidad de cocaína se consume. La cocaína, dice la Encuesta Nacional de Adicciones, es la segunda droga de mayor consumo en las regiones urbanas. Por cada individuo que se droga con el alcaloide en otras partes del mundo, existen en México 1.7 personas consumidoras.
La cocaína es también la segunda droga con la que suelen experimentar los jóvenes mexicanos. Le antecede la mariguana y le siguen, como drogas de iniciación, los tranquilizantes, los opiáceos y las metanfetaminas. El 86 por ciento de los consumidores se encuentra en las ciudades. La tendencia de consumo por regiones establece que en el norte casi ocho personas de cada 100 han probado cualquiera de ellas, y en los estados del centro lo han hecho cinco de cada 100.
La relación entre consumo de drogas y delincuencia es algo que las autoridades de todas las ciudades dan como un hecho. No se equivocan. De acuerdo a sus propias mediciones, en promedio un 80 por ciento de los delitos se comenten influidos por sustancias tóxicas.
Pero, dice Monserrat Lovaco, la subdirectora de Consulta Externa del Centro de Integración Juvenil en la Ciudad de México, no debe caerse en la estigmatización de los adolescentes.
“El fenómeno se tiene que analizar como causa y efecto”, explica. “Están correlacionados el abandono de sus estudios, el bajo rendimiento escolar y, por otro lado, la sobre exigencia que en muchos aspectos tienen todos ellos, tanto de sus padres como de la sociedad. Tienen la gran responsabilidad de ser mejores hijos, estudiantes, deportistas. Ellos están muy presionados, y eso nos conduce a otro fenómeno: la depresión”.
El efecto social, sin embargo, es el mismo, dice: robos, lesiones, accidentes automovilísticos, deserción escolar y laboral.
De esos componentes están hechos extensos tejidos sociales. Y si los jóvenes son quienes se han convertido los años recientes en los mayores consumidores de drogas y en los delincuentes más activos, son también víctimas de la violencia.
Los datos de la Encuesta Nacional de Inseguridad son reveladores:
Del total de la población que fue víctima de un delito en 2002, la cuarta parte fueron jóvenes entre 16 y 20 años. De ellos, el 52 por ciento sufrió un robo o fue asaltado, y el 14 por ciento fue despojado violentamente de su vehículo.
El comienzo para darle solución a una descomposición de tal magnitud, dice el presidente de la Unión Nacional de Padres de Familia, es la mayor actividad de la sociedad, y en particular de las familias, así sean compuestas nada más por la madreo el padre.
“Debemos ser concientes, como sociedad, de que cuando se da la impunidad y la corrupción, nosotros tenemos una responsabilidad: la de elegir autoridades competentes y eficaces”, dice Guillermo Bustamante. “La sociedad debe manifestarse enérgica pero respetuosamente y sin ser rehén de ideologías partidistas. Ahí es en donde radica nuestra fuerza”.
En el México actual, la mitad de los alumnos provienen de núcleos familiares rotos. Pero, dice Bustamante, ello no impide que el papel protagónico de la educación y formación de los hijos se desarrolle desde los hogares.
“Hay que acercarse a organizaciones ciudadanas ya estructuradas si se piensa que para una sola persona es difícil orientar o educar a sus hijos. Y esto permitirá a la vez organizarnos para exigir como se debe, que las autoridades cumplan con su cometido”.
En la Secundaria Diurna 277, la maestra María Guadalupe Pantoja Bravo encontró, hace dos años, a un estudiantado hostil y violento. Poco a poco impuso disciplina, dice, y hoy las peleas al menos se escenifican lejos del plantel y sin el uniforme. Los alumnos han cambiado y son respetuosos, dice, de la autoridad. De la de ella y también de la que representa la policía.
Apenas traspasan la puerta de entrada, sin embargo, la percepción es distinta. Los vendedores de droga los acechan, los asaltantes rondan y ellos simplemente desdeñan la presencia de las patrullas.
“No hacen nada. Mire aquí ellos me están molestando y los policías no les dicen nada”. Es lo que dice Araceli, una estudiante de 13 años que sale 25 minutos antes de las dos de la tarde de ese jueves en que inició el programa Escuela Segura.
Sus compañeros tampoco hacen caso ala presencia policíaca. A lo lejos, sobre la avenida Mosqueta, el embotellamiento persiste, los delincuentes atacan y los agentes fingen que nada ocurre.
La actitud de los estudiantes es entonces comprensible. Y la maestra finalmente acepta: “Es que en realidad, ellos tienen una personalidad dual: aquí son unos, y afuera son el reflejo de su realidad”.