La historia del Juárez Whiskey Straight American, una bebida de culto en algunas ciudades del mundo, está relacionada con el glamour que se vivía en Ciudad Juárez en los años 30 del siglo pasado.

En aquellos días se paseaban por la frontera lo mismo Al Capone que los más famosos de la farándula y la política de México y Estados Unidos. En la frontera se sabía beber whisky.
 
Una caravana de cinco autos impecables provenientes de El Paso atravesó el recién inaugurado puente de concreto de la avenida del Comercio y se internó hacia la zona de cabarets, en el lado mexicano. 

El carro guía, negro como todos los demás, viró hacia su derecha dos calles después de cruzar la frontera para llegar a la avenida Juárez, en donde condujo brevemente en dirección norte, hasta quedar frente a las puertas del Nuevo Tívoli.

Oscurecía cuando a poco más de las siete de la noche, a finales de octubre de 1929, el grupo de escoltas caminó a la acera contraria para adentrarse en el entonces famoso Café Lobby. Muy pocos se interesaron en saber a quién custodiaba esa veintena de hombres vestidos de traje y corbata.

Ciudad Juárez era un parador obligado de famosos y pudientes. Celebridades del mundo artístico, políticos y criminales de altos vuelos iban de un lugar a otro, extasiados por la desbordante oferta  de diversión que existía en las calles.

Se trataba de una frontera efervescente. En los diarios locales se anunciaban luchas de toros contra leones y los habitantes apenas se habían despedido de José Vasconcelos, quien los visitó en su calidad de candidato presidencial por el Partido Antireeleccionista.

Menos de un par de semanas atrás las autoridades locales habían decretado una ley para regular la venta de licor, presionados por los conservadores de Texas y de la capital de Chihuahua, que veían en Juárez una ciudad consagrada al libertinaje vulgar.

La hora en que descendieron de los autos aquellos hombres pareció entonces la más adecuada, con transeúntes presurosos casi a la hora del cierre de los centros nocturnos y los parroquianos enfrascados en pláticas sobre los sucesos del pasado reciente.

Al Capone fue descubierto hasta que tomó posesión en la barra del café y ordenó una limonada antes de encender un habano, según contó a su hijo el mesero que lo atendió, un hombre llamado José Luis Venegas.

No consumió otra cosa. El famoso Caracortada simplemente descansó junto a sus hombres, que ingirieron cocteles ligeros sin llegar a embriagarse, y luego de una hora abandonó el establecimiento de la misma forma en que llegó, escoltado, sin descuidar flancos.

Venegas contó a su hijo, mesero y con el mismo nombre de su padre, que recibió una propina jugosa, de 15 dólares, igual que el resto de sus compañeros. Una cantidad que les sentó fabuloso, pues en la época el mínimo era de dos pesos y cincuenta centavos, equivalentes a poco más de un cuarto de dólar.

La visita del gángster no fue un llamado de la popularidad que tenía Ciudad Juárez entre quienes andaban en busca de licor, juegos y bailarinas. De hecho nadie sabe con certeza si estuvo de paso o en misión de trabajo.

Lo que se sabe es lo que la historia dice: Eran los tiempos de la prohibición y comenzaba el período recesivo de la economía estadounidense y, Juárez, por encima de cualquier otra ciudad fronteriza, era la meca del contrabando de alcohol y la única en donde operaban dos destilerías de un whisky inmejorable.

Los años dorados

“Del tema del contrabando no quisiera hablar, porque se trata de algo tan controvertido”.

Gabriela Quirarte Gómez es la nieta de un español emigrado a principios de siglo de Valdeavellano de Tera, en la Provincia de Soria. Julián Gómez no sólo fue dueño del Café Lobby y otros negocios de gran prestigio durante esa primera mitad del siglo XX.

Fue también el propietario de la D.M. Distillery Co. S.A, la más grande e importante fábrica de whisky que haya existido en México.

“Yo preferiría hablar sobre lo que era Juárez en aquella época, porque pienso que es como mejor puede entenderse la historia del whisky”, dice Quirarte, sentada detrás de un viejo mesón de madera en lo que fue la entrada, 80 años atrás, a una tienda de mercancías importadas.

Ese recibidor funge hoy como un privado lleno de enormes fotografías en sepia y blanco y negro. Todo lo que rodea a la actual directora de la vieja destilería evoca los años de fortuna que vivió la ciudad durante tres décadas, desde principios de 1920 hasta entrados los 50’s. Almanaques con pinturas de rostros de mujeres fatales, sillones confeccionados con restos de barricas de roble, portavasos y charolas de lámina repujada.

El edificio donde operan las oficinas de la D.M. Distillery es oscuro, silencioso y el polvo concentrado de todos esos años cala en la nariz.

“Eran tiempos en los que venía mucha gente, sobre todo de Estados Unidos. No había puentes –en el sentido de control de migrantes como existen ahora- y por tanto era otro el nivel que se tenía. Había mucha actividad comercial, muchas tabernas de gran nivel y, en la década de 1930, mucho cabaret, como el Tívoli o el China Palace. Era una ciudad glamorosa”.

En 1909, el año en que fue transferida de Kentucky la franquicia de la destilería, Ciudad Juárez era un conglomerado con algo de modernidad pero sin demasiado orden. La población rondaba los 10 mil habitantes, que vivían principalmente del comercio.

La novedad industrial era un par de molinos de harina a vapor. Pero Juárez distaba mucho de ser una ciudad sombría. Las calles tenían alumbrado público a base de gas, operaban tres líneas de telégrafo, una de teléfono, un par de rutas de tranvía, una cervecería, una fábrica de hielo y un par de bancos. La actividad comercial con El Paso era tal que para entonces se conectaban por cuatro puentes de madera.

“¡Era tan niña mi ciudad santa!”, dice el periodista Armando Borjón Parga, retraído en el recuerdo de esa época que le contaron sus mayores.

Parga es en muchos sentidos un eco del pasado. Lleva años viviendo en el viejo y modesto hotel Juárez, vecino a la antigua Guarnición de la Plaza, y cuenta sus historias cada día, sentado en la solitaria barra del El Ritz, donde bebe cerveza clara entre penumbras.

En la ciudad de entonces existían unas cuantas colonias y barrios. Y fue en uno de ellos, conocido hasta hoy como La Chaveña, en cuyos perímetros se estableció la fábrica de whisky.

“La zona fue elegida debido a su clima árido y seco, que es perfecto para el añejamiento del whisky”, explica Gabriela Quirarte. “Las barricas se colocaban al sol, en los patios de la destilería, y a pesar de la merma se lograba un producto de gran calidad”.

Los socios que trajeron la franquicia, John Don Levy y FC Mckey, encontraron en Julián Gómez a uno de sus mejores clientes. El español había fundado por aquellos años un gran almacén, llamado Casa Gómez, en el que podía adquirirse licor importado, embutidos y alimento en lata traídos desde Europa.

Para 1922 Julián Gómez era el principal vendedor del Juárez Whiskey Straight American, el producto de la D.M. Distillery y por esa razón Don Leevy y Mckey le invitaron como socio. Siete años más tarde, Gómez se quedaría al frente como dueño único de la fábrica, al adquirir las acciones de los dos estadounidenses. 

La década fue decisiva no sólo para el comerciante español. La ciudad había entrado a un torbellino que la envolvía presurosamente en las demandas de una gran masa perturbada, primero por las estrictas leyes texanas y posteriormente por el decreto de la ley Volstead, en toda la Unión.

En 1922, obligado por la ley seca, Abraham Binard decidió también trasladar su fábrica The Western Distillery a esta frontera. La franquicia operó sin embargo hasta 1926, cuando fue adquirida por Servando Lizárraga, quien contrató a un par de jóvenes empresarios para que la administraran: Antonio J. Bermúdez, a la postre director general de Petróleos Mexicanos, y René Mascareñas, quien años más tarde fue alcalde de la ciudad.

Si bien muchos creían haber encontrado el cuerno de la abundancia, otros, sobre todo desde afuera, almacenaban grandes dosis de rencor hacia la ciudad, calificándola con lo más florido del lenguaje lapidario.

“Juárez es el lugar más inmoral, degenerado y perverso que he visto u oído contar en mis viajes. Ocurren a diario asesinatos y robos. Continuamente se practican juegos de azar, se consumen y se venden drogas heroicas; se bebe en exceso y hay degeneración sexual”.

Eso fue lo que dijo en 1921 John W. Dye, entonces cónsul general de los Estados Unidos en Ciudad Juárez, según una cita de Oscar J. Martínez, publicada en su libro “Ciudad Juárez: El auge de una ciudad fronteriza a partir de 1848”.

No fue el único, pero tampoco amedrentó a los dueños de la noche, que en su mayoría eran estadounidenses exiliados por la prohibición. La propaganda que invitaba a esas noches en “Sodoma y Gomorra”, como decían los puritanos, llegaba a los vagones del ferrocarril que iba desde el este a las costas del pacífico californiano, y se extendieron hasta ciudades y pueblos relativamente próximos a El Paso.

El gobierno de Texas reaccionó ordenando el cierre temprano de los puentes internacionales con México, como una forma de persuadir las visitas nocturnas.
El 4 de julio de 1924, más de un millar de juarenses que se empleaban en los centros de diversión elevaron sus protestas y obligaron a la revocación del ordenamiento.

En 1929, cuando se decretó para el municipio la suspensión de venta de licor a partir de las nueve de la noche, en realidad la ciudad se hallaba en el umbral de su década dorada. Estaba por dejar los turbulentos años 20’s que sustentaron parte del enorme contrabando de alcohol e hicieron aprender a los empresarios maneras menos convulsionadas a la hora de atraer al avasallante turismo de paso.

Noches sin honky tonk

Hacia finales de la década de 1920, la derrama económica era verdaderamente grande. Los comerciantes establecidos en El Paso habían encontrado el lado positivo al desenfreno de su vecina. Cada año, los juarenses les dejaban unos 17 millones de dólares, una cifra que verían crecer sin que jamás se haya retraído.

Estados Unidos entraba a su peor recesión económica y mantenía la prohibición del alcohol. Ciudad Juárez se beneficiaba de ello, y de ser una aldea polvorosa se había convertido, en sólo 10 años, en la quinta ciudad con mayor crecimiento del país.

La prosperidad era notable. En febrero de 1931 la compañía sueca Ericsson puso en funcionamiento la primera línea telefónica que conectaba a la ciudad con la capital del estado, y ese mismo año, el “Águila y el nopal”, la primera producción cinematográfica con sonido, se proyectó en el teatro Colón.

Comenzaba el glamour del que habla la heredera de la D.M. Distillery.

Eran tiempos, dice Gabriela Quirarte, en el que la gente se comportaba a la altura. Entre otras cosas, sabía beber y el Juárez Whiskey Straight American les generaba un licor de alta graduación y gran cuerpo. Para entonces, las 50 unidades de alcohol de ese bourbon dominaban el paladar de quienes concurrían en los centros nocturnos.

“Desde esa época y hasta los 50’s, la gente tenía costumbres muy distintas a las de hoy. Solían beber, por ejemplo, un whisky a la hora de la comida y volvían a trabajar por las tardes, sin problema alguno. Esos tiempos ya se han ido”.

Una década había bastado también para los empresarios locales. Su influencia fue desplazando a la de los inversionistas primarios, que llegaron de Estados Unidos, y para 1931 el municipio ordenó lo que cambiaría el rostro de las zonas de consumo: Desde ese año, los anuncios, rótulos y propaganda debieron hacerse en español y no en inglés.

Las destilerías conservaron, pese a todo, sus nombres originales. La D.M. Distillery y la D.W. Distillery eran ya parte del lenguaje fronterizo, lo mismo que sus productos. Y sobre todo, sus dueños hacían causa común con las autoridades.

En 1932, por ejemplo, un desabasto de agua potable los hizo contribuir con sus propias plantas y pozos para garantizar el flujo requerido por los habitantes.

Ciudad Juárez emergía también de años turbios. Algunos de los hombres de negocios y políticos más emblemáticos habían sido, los años previos, parte del negocio del contrabando de licor, un acto que no se penalizaba por las leyes mexicanas.

Posiblemente por ello, en 1933, Carlos Villarreal, un hombre que después sería alcalde de la ciudad, fue absuelto por un juez. Se le había consignado bajo cargos de contrabando de licor.

La justicia no era un acto aplicado. Ese mismo año una mujer llamada Ignacia Jasso, popularmente conocida como La Nacha, fue también absuelta por un juez de los cargos que existían en su contra por vender mariguana.

Tanto Villarreal como Jasso eran conocidos contrabandistas y vividores de lo ilegal. Pero el juicio popular era muy distinto al del Estado.

Para 1934, el whisky era la bebida de mayor consumo en los bares, cantinas y cabarets de la ciudad. Sin embargo, el ruidoso encanto de la década previa se extinguía de manera inexorable y casi nadie se daba cuenta.

El primero de esos cambios que enterró el pasado del que todos se duelen ocurrió en 1934, cuando se decretó el cierre del legendario Tívoli, el más grande y lujoso centro nocturno que ha existido en Juárez.

Su ascendente era tan grande que hasta los residentes de El Paso, críticos eternos de la vida desenfrenada de la ciudad, sintieron su cierre.

Dice una crónica del Herald Post:

“Se han ido ya aquellos salones repletos de los casinos; dejaron de oírse ya los honky-tonk de los burdeles y del juego abierto. (…) En el Casino Tívoli el visitante ya no puede escuchar el click de las máquinas, ni el rifle lanzador de cartas, o el sing-song de las mesas de ruleta. El lugar ha sido cerrado por decreto presidencial”.

Las noches y el whisky de Ciudad Juárez tuvieron sus ecos. Los años siguientes ya no fueron tan esplendorosos, pero la fama alcanzó para que llegaran, así fuera por una hora y una copa, los iconos del pop art.

Lorenzo Hernández hace un par de años se jubiló como cantinero del Kentucky bar, situado a una cuadra de donde operó el Café Lobby. No le tocó servirle a Al Capone. Era muy niño para haberlo hecho. Pero sirvió whisky local a más de un notable: Marylin Monroe, John Wayne, Jim Morrison.

Hoy, quien quiera probar algo del pasado, todavía puede. Son pocas las botellas que produce la D.M. Distillery, en donde aguardan por mejores años para la estrella de esa época, el Juárez Whiskey Straight American.

Por admin

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