“Recuerdo que tenía mucho miedo”, “…ya habían matado a su abogado y pensé que el siguiente sería yo”. Habla Víctor Javier García Uribe, El cerillo, uno de los elegidos el en nefasto juego de la fabricación criminal.
 
La voz que interroga es una secuencia mecánica, de ensayo forzado e intimidante.

– Ahora sí vas a estar tranquilo ¿no?

– ¿Mande?

– Ahora sí vas a estar tranquilo.

– Sí, me arrepiento.

Gustavo González Meza, La foca, un conductor de transporte público detenido las horas previas por la Policía Judicial del Estado, el nueve de noviembre de 2001, era un autómata en sus respuestas. Lo interrogaba una agente del Ministerio Público y ese extracto de confesión video grabada, fue enviado a los periodistas como prueba irrefutable de su intervención en la violación y asesinato de ocho mujeres.

Un año y tres meses más tarde, el ocho de febrero de 2003, González, de 28 años, amaneció muerto en su celda. El día anterior se le había sometido a una intervención quirúrgica para extirparle sin su consentimiento una hernia que, dijo él mismo meses atrás, le surgió a consecuencia de los golpes recibidos cuando fue torturado por los mismos agentes que lo obligaron a declararse culpable en ese video.

“Fue un día muy feo”, dice rememorando el episodio Víctor Javier García Uribe, El cerillo, su compañero de profesión, de culpas y encierro. “Ese día yo sentí mucho miedo: ya habían matado a su abogado y pensé que el siguiente sería yo”.

García, de 32 años, sobrevivió a sus miedos y a la encarcelación misma. El 14 de julio de 2005 fue liberado tras una larga lucha legal que en su trayecto sumó a organismos de la sociedad civil, derechohumanistas y políticos. Reprime el llanto mientras habla sentado al volante de un camión que paga en abonos y que lo regresa a la rutina de un trabajo que le costó ser elegido el en nefasto juego de la fabricación criminal.

“Se escucha braveado decir que a mi compañero lo mataron, pero bueno, así fue”.

En las confesiones que se enviaron hace cuatro años a las redacciones de periódicos y noticiarios, él mismo era una condición de estafa lamentable:

“Las pasamos a tirar en un terreno ubicado en la Ejército Nacional y Paseo de la Victoria. De eso hace más, bueno, arribita de un año, y de ahí para acá aproximadamente, cada mes, levantábamos una. Sumaron ocho”.

La referencia en esas confesiones trataba acerca del hallazgo, días antes, de los restos de ocho mujeres en unos campos de algodón. Con el tiempo no sólo se desvaneció la falsa acusación y la sentencia por 50 años de prisión que se dictó en contra de García Uribe, sino la identidad que las autoridades dieron a los cadáveres.

Desde el principio, el capítulo que se abrió a la vida de ambos, fue oscuro. Se les arrestó en una operación brutal. Armados y con pasamontañas cubriéndoles el rostro, los agentes irrumpieron de madrugada a sus viviendas para sacarlos con violencia y desaparecerlos durante dos días.

Sus familias supieron de ellos el domingo 11 de noviembre de 2001, cuando fueron presentados a los medios de comunicación como los asesinos de las ocho mujeres, y para ello mostraron las confesiones en video.

Pero al caso faltaban los elementos más perturbadores. La noche del cinco de febrero de 2002, el abogado de González, Mario Escobedo Amaya, fue ejecutado por elementos de la Policía Judicial del Estado. Los agentes descargaron las ráfagas mientras perseguían su vehículo, y los disparos fueron escuchados por el padre de la víctima, a quien le marcó desde su celular, en un intento desesperado por encontrar ayuda.

La Procuraduría del Estado maniobró para contaminar el área del crimen y sembrar evidencia que favoreciera a sus elementos. Al final, ninguno fue sancionado sino todo lo contrario: se les reinstaló en sus puestos y el asunto fue consignado como una muerte en defensa propia.

Un año después, en circunstancias hasta hoy inexplicables, González fue hallado sin vida, recostado en la cama de una celda solitaria, en el Cereso de Chihuahua, a donde él y su compañero de suertes fueron trasladados desde el penal de Ciudad Juárez, en una maniobra que sus abogados fustigaron por anormal.

La muerte de González es el centro de muchas de las obsesiones desarrolladas por su El cerillo mientras estuvo preso. 

“Recuerdo que tenía mucho miedo”, dice García, retraído en el mundo de sus memorias. “Las personas éstas, el doctor, dijeron que según esto, él estaba enfermo, pero no lo estaba: él estaba más sano que nosotros juntos, aquí”.

Tiene todo el registro de esos minutos, y trata de ordenarlos porque si bien no tiene dudas sobre un homicidio, busca explicaciones que nadie dará jamás.

“Antes de la operación y antes de que muriera hablamos mucho. Antes de la operación yo le dije que no se dejara operar, porque estábamos en sus manos y cualquier cosa podía suceder. Y él me dijo: sí, ok, cuando me lleven con el doctor yo no me voy a dejar operar. Pero ahí quedó.

“Ya después lo vi. Fueron un miércoles a las 10 de la noche. El jueves en la mañana lo operan y el viernes en la mañana lo llevan a la celda. Entonces, el viernes en la tarde platiqué con él y me dijo que había sido una operación sencilla, que él había visto todo, hasta me dijo que había sido anestesia local, que lo habían acostado, que el doctor le dijo que se levantara y que él se quiso caer porque todavía tenía los efectos de la anestesia. Y sí, tenía la herida y tenía un poco morado. Yo le pregunté porqué tenía morado y él me dijo que era normal por el color de piel: era muy blanco, blanco.

“Un día antes de que falleciera lo tuve ahí en mi celda. Yo lo recosté ahí en mi cama. Ahí un señor vendía tortillas de harina y nos las daba a peso, por cierto. Me dijo: no, sabes qué, mejor quiero un café. Fui y le compré dos tortillas de harina calientitas y se las di con el café. Y él me dijo: sabes qué, tengo ganas de frijoles. Le di frijolitos de la olla, sus dos tortillas y su café calientito y ahí lo tenía acostado, viendo la tele. Y ya fue el custodio por él y dijo: Saben qué, pues ya estuvo. Y pues ya se lo llevaron a su celda y al siguiente día pues ya amaneció muerto”.

EXTRAVIADO EN EL TIEMPO

Cada mañana, desde septiembre en que decidió trabajar, se levanta a las tres con veinte minutos de la mañana. Se viste y desayuna ligero y antes de las cuatro sale de su casa, a la que regresa tarde, a las seis o siete, cuando ya ha oscurecido. Es la forma en que García dice que transcurren sus días de libertad.

“Cuando vuelvo a mi casa me doy un baño, ceno y luego me voy a descansar para estar listo al día siguiente. Mi vida es prácticamente puro trabajo”.

Trabaja así porque un vendedor de camiones le dio crédito para hacerse de uno. Le costó 10 mil 500 dólares. Tiene un año para pagarlo, pero ya debe tres letras de 600 dólares cada una.

-Cómo fue volver a tu medio de trabajo.
-Has de cuenta que un día que ya hacía falta lana en la casa, estaba ahí con mi papá y dije: no, ya estuvo, ya voy a trabajar. Yo estuve pensando mucho tiempo en qué podía trabajar, pero pues realmente siempre he trabajado de chofer y pues me animé y me fui al centro, y ahí ya me empezaron ayudar: unos compañeros comenzaron a darme 50 y otros 100 pesos y yo les dije: no, pues la verdad yo vengo a buscar chamba. Y ahí llegó un amigo mío y luego luego me dio un camión y me dijo: órale, ponte a trabajar.

Durante días García escuchó a su abogado Sergio Dante Almaraz. Lo escuchó cauteloso cuando le decía que estaban por revocar la sentencia para inmediatamente liberarlo.

Su suerte estaba echada desde meses atrás, casi desde el arranque de la administración del nuevo gobierno del estado. Los primeros adelantos de su inminente liberación comenzaron a circular desde diciembre de 2004. Más allá de lo estrictamente jurídico, su caso era un asunto de negociaciones políticas. Por eso tenía reservas de las noticias que le daban.

“Ese día me levanté, me bañé temprano. Ya me había dicho el licenciado que me iban a notificar aproximadamente a las diez de la mañana. Entonces, ese día llegó mi familia; mi familia llegó temprano, y estaban listos para ver qué me decían, para cualquier cosa, y pues me hablaron al juzgado y yo iba, pues la verdad, iba con miedo porque no sabía lo que iba a pasar, puesto que no confiaba yo en las autoridades, y fue cuando me notificaron que quedaba absuelto de los cargos que se me imputaban.

“Y no, pues ya te imaginas: me volví loco, se me salieron las lágrimas de emoción, me fui a mi celda a regalar todo lo que tenía. Mis compañeros, algunos de ellos, lloraron porque, pues gracias a Dios, que me puso gente buena en mi camino, tanto en la cárcel de aquí como en la cárcel de Chihuahua, en los Ceresos, y pues en Chihuahua dejé muchos amigos y aquí también, y gracias a Dios, pues se dio mi libertad, gracias a Dios que todo salió bien”.

-¿Llevas la cuenta de tus días en libertad?
-La verdad, no.
-¿Eso es porque quieres olvidarlo?
-No, es que cuando estuve allá adentro, pues ahí tratas de olvidar el tiempo, de no tomar en cuenta el tiempo. Ahorita has de cuenta que pasan los días pero no, me quedé acostumbrado a cómo era allá adentro: o sea que pasan los días y no, no… El otro día me preguntaron en una entrevista que cuánto tiempo llevaba libre, y yo les dije: pues como cuatro meses. Y ellos me dijeron: no, vas casi para seis meses. Pero pues allá adentro tienes que aprender a dejar pasar el tiempo y a no contar los días, para que no salte ya tanto en la mente.

EN BUSCA DE LO PERDIDO

Arriba del camión han quedado un matrimonio, su hijo que apenas camina y una estudiante de preparatoria. La unidad se mueve lento por la calle Mezquite Blanco, al final de la ciudad misma, en el extremo sur, donde se encuentra la terminal de la ruta 1-A.

Baja la estudiante y seis calles antes de llegar donde termina el asfalto, en las fronteras del desierto, el autobús queda vacío.

“Trato de ser la misma persona que fui antes, pero no es lo mismo. Sicológicamente como que…ah Chihuahua: pues es difícil olvidar todo lo que yo pasé y para que te voy a decir que estoy igual que antes, si no. Vives día con día pensando en todo lo que te pasó, en todo lo que viviste adentro en la prisión, y no es fácil porque yo duré dos años y un mes allá en Chihuahua, y pues estás lejos de tu familia, en una ciudad en donde no conoces a nadie, en una cárcel. Hubo muchos momentos de depresión extrema, pero siempre le pedí a Dios que me ayudara a salir adelante”.

Viste una camisa a cuadros azules, El cerillo. Por sus botones cuelga una medalla discreta con el rostro de Jesús, dorada como la cadena. Tiene los ojos marrones y cansados.

-¿Siguen, esas depresiones?
-No, no. Ahorita ya no. Ahora a lo que me dedico básicamente es a trabajar, a trabajar todos los días. Medio descanso los domingos. Ahora sí que me la paso trabajando, es lo que siempre me ha gustado. Gracias a Dios siempre me ha gustado mucho el trabajo.

Los bajones llegaron estando adentro. Encerrado vivió la muerte del abogado y de González Meza. También murió su madre y casi al final, su esposa lo sustituyó. Ella que tanto luchó por su inocencia.

-Cómo logras sobrellevar las pérdidas, Víctor
-De lo de mi esposa, no sabes, como que no me gusta meterme mucho a fondo con eso. Pero yo creo que Dios es muy grande y él me ha dado fuerza para salir adelante. Sin duda alguna estoy muy agradecido con Dios porque, híjole, me ha dado tantas fuerzas para seguir adelante después de tantas cosas malas que me han pasado. Más sin embargo ando aquí libre, voy empezando desde abajo y creo que Dios me va a ayudar a salir adelante, después de todo.

-Cómo queda una persona después de ese proceso así, Víctor
-Te queda la espinita de que en aquel entonces –porque fueron las anteriores autoridades, no fueron las de ahorita, es importante recalcar esto-, pues te queda la espinita de que te echaron a perder tu vida. Híjole, no hombre, o sea, pierdes esos años tan bonitos de cuando tus hijos más te necesitan; queda el resentimiento de que sientes feo de que estas personas no hayan realizado bien su trabajo y de que hayan hecho esto conmigo.

La ruta que cubre con su unidad es inmensa. Tarda unas dos horas en darle la vuelta a un circuito que abarca una cuarta parte de la ciudad. Pero nunca, desde que salió de prisión, ha cruzado así sea por accidente, por instalaciones que le parecen siniestras. Nunca ha cruzado el edificio de la subprocuraduría y mucho menos el Cereso. “No, no, es algo que no quiero hacer, no, ni de pasada”, dice.

-¿Tienes miedo?
-No, ya no.

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