Todos los años, a las 8.16 horas del seis de agosto en Hiroshima y a las 11.02 del nueve en Nagasaki, las dos ciudades se detienen. Por un día, Japón vuelve a su pasado y recuerda al resto del mundo los horrores de la guerra.
El cielo de Hiroshima estaba lleno de bombarderos estadounidenses B-29, aviones que volaban como “golondrinas”, recuerda claramente Akie Yoshikawa.
Era 5 de agosto de 1945; vísperas del bombardeo atómico.
Ese día, Akie no les prestó mucha atención, pues pensaba más bien en su cuñado que iba a partir para morir, en una misión kamikaze contra los estadounidenses.
Nadie se imaginaba lo que sucedería unas después.
El 6 de agosto, la joven funcionaria de 21 años, paseaba con su madre en los suburbios de Hiroshima, justo a cuatro kilómetros del hipocentro de la explosión.
“Hacía mucho calor y cuando iba a abrir mi sombrilla, vi una enorme luz”, relató la octogenaria, actualmente en tratamiento renal en el Hospital de la Cruz Roja de Hiroshima, donde se atiende los “hibakushas” (sobrevivientes irradiados).
La primera bomba atómica de la historia estalló a las 8:15 de la mañana hora local, a 580 metros del suelo, la mejor distancia para aniquilar el gran puerto militar del Japón imperial.
Ahí, la temperatura fue de 3 mil a 4 mil grados centígrados. Más de 140 mil habitantes murieron ese día o en las semanas siguientes.
“Sabía que algo espantoso había ocurrido. Pero lo que vi no se puede describir. Era como si hubiese llegado al centro mismo del infierno”, señaló. “La gente no tenía nada de humano; la piel les colgaba debido al calor y tenían los rostros completamente desfigurados por las quemaduras”.
Después de la explosión nuclear, la presión atmósferica cayó violentamente, provocando en las personas la explosión de los ojos y de los órganos internos.
Casi todas las casas de madera fueron barridas en un radio de dos kilómetros.
A su lado, en el hospital, su amiga Fumiko Oki, de 85 años confirma: “Cuando finalmente pude llegar a casa, descubrí a mi hermana aplastada por unas vigas, ya muerta”.
Cuando Fumiko Oki cruzó la ciudad devastada en busca de su madre y de su hermano, notó que comenzaba a perder el cabello.
Sesenta años después, las dos ancianas, muy ufanas en sus elegantes batas, no han olvidado nada del 6 de agosto de 1945.
“Hay que vivir por los que murieron”, dicen mientras se toman de la mano. Cuando se le pregunta a una de ellas qué piensa de los estadounidenses, llora y con la voz vibrante de odio afirma: “No los perdonaré jamás”.
Al acabar la Segunda Guerra Mundial las principales ciudades de Japón eran llanuras de piedras y escombros, las ruinas de los intensos bombardeos que asolaron el país en los últimos meses del conflicto. El primer periodista extranjero que entró en Tokio tras la victoria aliada describió la capital como un páramo en el que todo había sido reducido a la altura de la tierra.
El paisaje de Hiroshima y de Nagasaki era aún más desolador: no había más que cenizas, una gran explanada de ceniza.
Salvo Kioto, salvada de las llamas gracias al empeño de un grupo de profesores estadounidenses preocupados por la suerte de su patrimonio, todas las principales ciudades del país (66) habían sido destruidas. El 30% de sus habitantes malvivía en la calle.
La población, humillada y confusa tras cuatro décadas de propaganda imperialista, buscaba alimentos en el mercado negro, esperaba el incierto regreso de sus familiares dispersos por las antiguas colonias, de Singapur a China, y bajaba la cabeza ante los vencedores. Japón, que tan sólo un lustro atrás había celebrado un mítico 2 mil 600 aniversario en medio de un delirio de orgullo patriótico, era un esqueleto.
Hiroshima y Nagasaki eran junto con Tokio los principales símbolos de la derrota, pero con un lastre mayor a sus espaldas: para ellas no había esperanza.
Reconstrucción
El 60% de los edificios de Hiroshima desaparecieron tras el lanzamiento de la primera bomba atómica de la historia, llamada ‘Little boy’ en honor del presidente Roosevelt. Tres días después, otra bomba de más potencia, bautizada ‘Fat man’ por Winston Churchill, arrasó el 30% de Nagasaki.
Los científicos de EEUU aseguraban que el resplandor de ‘pika-don’, la onomatopeya con la que bautizaron los japoneses las bombas en alusión a la luz que siguió a la explosión, dejaría estéril la tierra de las dos ciudades durante algo más de un siglo. Nada volvería a crecer, ni una mala hierba. Se equivocaron.
A principios de la década de los 50 el director de cine Kaneto Sindo, nacido en la región, rodó en la llanura de Hiroshima el semidocumental ‘Los hijos de la bomba atómica’.
Mientras miles de víctimas agonizaban en sus casas de las penosas enfermedades que comenzaron a aparecer como consecuencia de las radiaciones, que matarían a miles de personas en los años siguientes, la ciudad curaba sus heridas.
La cámara recoge a los niños que se bañaban y jugaban en el delta del río Ota, hoy rodeado de edificios y asfalto; las obras de construcción de nuevas casas y monumentos; los esfuerzos de las familias por volver a la normalidad; la actividad de los colegios, de las oficinas, de los mercados; el nacimiento de un movimiento pacifista que todavía perdura y que se ha convertido en uno de los emblemas de la ciudad; la repoblación de las calles con árboles y flores. El mismo proceso sufrió Nagasaki.
Tras los bombardeos las dos ciudades se reinventaron por completo. Salvo por los documentos históricos, los carteles especiales para los afectados por las radiaciones que cuelgan en los hospitales de todo el país y el esfuerzo de conservación de la memoria realizado por las víctimas, apenas quedan en el Japón actual cicatrices evidentes de la tragedia.
Hiroshima, frente a la costa del Mar Interior de Japón, famoso por la calidad de su pescado, es hoy una ciudad de amplias avenidas bordeadas por árboles. Su población (un millón.cien mil personas) casi triplica la de 1945 y es uno de los centros industriales del país.
Nagasaki, situada en la rica isla de Kyushu y uno de los principales focos históricos de contacto con occidente del país, es una tranquila ciudad de colinas donde la hierba se cuela entre los adoquines de la acera.
Como el resto de Japón, han adquirido un grado de desarrollo y riqueza impensable en el verano de 1945 y desconocido en cualquier otra país de la región. Los historiadores continúan buceando en las razones que explican el milagro, y en los numerosos puntos negros que esconde, pero para las dos ciudades el debate es otro: cómo mantener viva la memoria de la guerra en la próspera situación de las últimas décadas.
En un país que no ha resuelto con sus vecinos las heridas de la colonización, el propósito de Hiroshima y de Nagasaki es excepcional. Como un símbolo de su propósito, ambas conservan intactas las estructuras de los edificios sobre los que explotaron las bombas una calurosa mañana de agosto.
Cada día, grupos de colegiales recorren los parques que rodean los despojos de ‘Little boy’ y ‘Fat man’ y conocen una cara muy distinta del país en el que han nacido.
En el museo de la bomba de cada ciudad observan los hierros retorcidos por el calor, las siluetas de los cuerpos marcados en el hormigón, los numerosos pequeños objetos cotidianos (relojes, camisas, libros, muebles) abrasados por el resplandor de ‘pika-don’. También la locura imperialista que vivió Japón durante cuatro décadas y la carrera de las potencias occidentales por desarrollar un arma “nueva y cruel”, como la describío el emperador Hirohito en su discurso de rendición.
Todos los años, a las 8.16 horas del seis de agosto en Hiroshima y a las 11.02 del nueve en Nagasaki, las dos ciudades se detienen. Por un día, Japón vuelve a su pasado y recuerda al resto del mundo los horrores de la guerra.