Desde la firma del TLCAN, las zonas rurales de México se colapsaron. Cientos de miles de campesinos han emigrado desde una década atrás, en niveles sin precedentes. Cada día, tan sólo por uno de los puntos de cruce perdidos en la inmensidad de la frontera con Estados Unidos, unos dos mil individuos cruzan sin más nada que unos cuantos litros de agua y comida enlatada, y alientan con ello una lucrativa industria criminal en la que operan sin recato civiles, policías y militares. El éxodo descubre también que cerrarles el paso es probable, hasta hoy, solamente en el discurso.

La figura de Lucas Martínez no puede ser más elocuente. Lleva unos tenis descosidos, cubiertos de tierra como toda su ropa. Hace días que no prueba un baño y por eso esconde sus cabellos cenizos con una gorra de beisbolero. Recién cumplió 22 años, pero sus ojos parecen tan muertos como los moscos que flotan sobre el agua de la pileta en la que llena su galón.

“En el pueblo ya no hay de qué vivir”, musita.

Su voz es una mezcla de miedo y vergüenza. Ha sido un hombre inseguro desde que partió de Cosamaloapan, en el Istmo de Tehuantepec. Eso dicen un par de paisanos suyos, oriundos de Tierra Blanca y Tuxpan, que intentan animarlo en la antesala del desierto de Arizona. Los tres llegaron la víspera a Las Ladrilleras, un antiguo complejo de hornos rudimentarios para cocer bloques de barro, en las inmediaciones del ejido El Sásabe, en la frontera de Sonora. Con ellos aguardan para salir esa noche unas mil personas, en su mayoría campesinos y obreros desempleados.

“Cortaba caña, pero ya no hay precio, y pues ya no se cosecha”, dice.

Lucas es el menor de cuatro hermanos. Todos trabajaron en los campos de su tierra natal hasta hace tres años, cuando los tratados comerciales firmados por México fracturaron el frágil pilar de su economía. Primero partieron los más grandes y conforme juntaban dinero mandaron por los otros. En Los Ángeles limpian pisos y ayudan en obras menores, sin beneficios médicos ni garantías laborales. Son ejemplo entre millones.

“No creo que sea un trabajo indigno”, dice Lucas mientras surca con sus dedos el agua del estanque, como un pretexto perfecto para distraer su mirada. “En el pueblo había menos dignidad”.

El caserío donde Lucas pasó la noche es un sitio que prepara a los migrantes que llegan de los municipios más miserables para jugarse la vida en caminatas de cuatro y cinco días por el desierto. Colchones llenos de piojos se esparcen por entre las chozas de barro, a plena tierra. Los perros con sarna y pulgas se echan en ellos, y les hacen compañía. En los puestos les venden los artículos a precio doble, porque ése es el negocio. Los baños son letrinas malolientes y el agua disponible permanece sucia en los estanques y a menudo escasea.

Cinco kilómetros al norte se encuentra El Sásabe, un ejido atípico del municipio de Sáric. Es la parte final del corredor que comienza en Altar, 97 kilómetros al sur. Se trata del punto donde cada día cruzan unas mil 500 personas, entre mujeres, niños y hombres. Pero si el éxodo es impresionante, más asombroso es que logren sobrevivir al que muchos consideran el más temible de los sellos fronterizos.

En esa parte, entre Nogales y Sonoyta, la Patrulla Fronteriza ha sembrado censores de calor para detectar el cruce de personas, y los agentes también son guiados por los reportes que envían desde el aire las UAV´s, unas sofisticadas y pequeñas avionetas a control remoto que son un verdadero ojo en el cielo para la dependencia.

Diseminadas por brechas y carreteras secundarias, grúas semejantes a un robot son operadas por agentes solitarios que buscan indocumentados ocultos en vehículos. Se llaman Sky Watch, y fueron diseñadas para sustituir a los viejos retenes de la patrulla. Todo es parte de un conjunto mayor, que incluye helicópteros y la operación activa de más de 2 mil 100 agentes dentro del programa Arizona Border Control (ABC, por sus siglas en inglés).

Se trata de un programa iniciado en el primer trimestre del año pasado, cuyos resultados cumplieron las expectativas del gobierno de los Estados Unidos, según sus reportes y declaraciones de prensa.

De marzo a Septiembre de 2004, al término de la primera fase de ese programa, se capturaron 350 mil 700 indocumentados, 125 mil más que el mismo periodo del año anterior. Para alcanzar esa cifra debieron gastarse 10 millones de dólares, una cantidad que en los hechos resulta insuficiente. Sin embargo, más de la mitad de los migrantes que cruzan armados de galones con agua y comida en lata burlan el cerco. En el fondo, la histórica batalla entre miserables y poderosos se gana por voluntad y coraje.

“Es duro verlos, la verdad”, dice *Luis Carlos Gámez. “Y cuando uno los rescata de morir, entiende que son personas que deben huir de una situación mucho más difícil para arriesgar la vida por estos lugares”.

Gámez nació en California hace 35 años, pocos meses después de que sus padres cruzaran la frontera, provenientes de Guadalajara. Ingresó muy joven a la Patrulla Fronteriza. Antes de llegar al Distrito de Tucson, el más importante del país, patrulló el desierto en Del Río, la frontera colindante con Ciudad Acuña, Coahuila. Ahora es un agente de inteligencia que realiza trabajos encubierto, en ciudades y pueblos de Sonora. Su misión es la de buscar contactos y observar el trabajo de los traficantes de indocumentados.

“El  impacto psicológico que uno sufre al principio, cuando comienzas en esto, es muy fuerte, porque ves que es gente que lleva tu misma sangre. Pero debes sobreponerte. Finalmente el trabajo de uno es detenerlos, y el de ellos es burlarnos. Y por lo regular lo logran”, dice Gámez mientras observa las huellas que dejaron unos migrantes la noche anterior, a unos cuantos metros de la línea fronteriza, en el lado americano de El Sásabe: latas vacías de frijol y chiles curtidos, envoltorios de tortillas de harina y pan rebanado.

Puede decirse que los migrantes exhiben la millonaria muralla estadounidense, pero el costo es fatal.

“En esto hay gente muy mala, gente que explota a los migrantes, que los engaña y que muchas de las veces los lleva a la muerte”, dice René Castañeda, que fue el párroco de Altar hasta comienzos del 2005, cuando criticó a los jerarcas de su iglesia por desatender el drama de los indocumentados.

Castañeda fue entrevistado antes de que ello ocurriera, después de oficiar una misa. La que fue su parroquia no es pequeña, pero así sea un día entre semana se sobresatura de fieles. Casi todos son pasajeros que en unas cuantas horas partirán con rumbo a la frontera. El mismo día de la entrevista, más temprano, el sacerdote ofició otra misa en El Sásabe. Fue una ceremonia de cuerpo presente: cuatro oaxaqueños habían muerto las horas previas antes de siquiera cruzar hacia el otro lado. El esfuerzo fue demasiado.

DISIMULO Y CORRUPCIÓN

Altar es una cabecera municipal con 16 mil habitantes, localizada al norte de Hermosillo. Si bien su fachada es similar a la de cualquier pueblo del norte mexicano, exhibe una actividad poco común. En torno a la plaza decenas de mercaderes ofrecen pañoletas, gorras, lentes para el sol, zapatos tenis, playeras y pantalones cortos. Lo indispensable para una caminata de tres o cuatro días por el desierto.

“Se trata de comerciantes que llegaron del sur y que mejor decidieron quedarse para hacer negocio”, dice el sacerdote.

La actividad y el comercio en la plaza hacen pensar que en Altar existe un ánimo festivo. Carros adornados con luces de colores ofrecen comida rápida y golosinas al eterno conglomerado de hombres y mujeres que merodean mientras aguardan su salida del día siguiente.

En las calles aledañas, negocios y casas convertidas en hoteles rara vez resienten la falta de clientes. Flotillas de camiones llegan diariamente con nuevos mexicanos que huyen de su miseria y unas 300 camionetas se los disputan horas después para llevarlos hasta la frontera, situada 100 kilómetros al norte.

Aquí es el punto nodal, el centro de acopio de humanos que pierden valor y se convierten en mercancía.

Noche y día, las camionetas parten sin interrupciones con cargas de hasta 30 individuos, que deben pagar 100 pesos por el viaje. Toman una brecha de 97 kilómetros exactos y detienen su marcha hasta llegar a  Las ladrilleras y El Sásabe, los puntos más activos de los polleros.

Todo es parte de una estructura que opera sin contratiempos ni molestias. Desde el aeropuerto, en la capital del estado, los traficantes de humanos aguardan para conducirlos hasta Altar o directo a fronteras igual de activas, como Nogales, Naco y Agua Prieta.

Los que se aglutinan en Altar son, sin embargo, mayoría. El tránsito sobre la brecha que conduce hasta el ejido El Sásabe es tan intenso que el gobierno de Sonora la concesionó a un particular, y como si fuera parte la cúspide de un sistema que finge no ver la enorme industria ilegal que se teje en torno a los que emigran, mantiene el camino sin asfaltar, porque hacerlo permitiría la circulación de autobuses foráneos.

Las camionetas son una garantía para quien las alquila. Los que se aventuran por su cuenta son regularmente asaltados por hordas de gavilleros que rara vez son molestados por la policía.

Si Altar es pequeño, El Sásabe alcanza apenas el rango de pueblo. En el ejido viven alrededor de 2 mil habitantes que hace menos de una década subsistían de la crianza de reses y cerdos. Hoy casi nadie tiene animales, pero el arribo diario de unas tres mil personas que se alistan a cruzar la frontera les deja lo suficiente para conducir camionetas de lujo, nuevas.

A la entrada, a menos de siete kilómetros, Las ladrilleras eran el motor que refrescaba la economía local. El ladrillo fue el producto que los artesanos  vendían en Sáric, el municipio al que pertenecen, y en otras ciudades pequeñas como Magdalena de Quino y Santa Ana.

Pero eso terminó cuando el gobierno de los Estados Unidos levantó enormes muros metálicos en Tijuana, Mexicali y Nogales, e implementó operativos que redujeron los cruces por fronteras más distantes como Ciudad Juárez y Acuña.

Esas disposiciones condujeron los flujos de migrantes hacia la enorme trampa del desierto de Arizona y fueron causantes indirectos de nuevas formas criminales que operan en el norte de Sonora. Bajo el amparo de leyes que dan libre tránsito a nacionales, en la frontera se desarrolló una industria que vive y extorsiona a miles de mexicanos marginados.

“Es obvio que las autoridades tienen una voz y un mensaje oficial que choca con apreciaciones que se recogen cuando uno va y observa el fenómeno de frente”, dice el senador mexicano Jefrrey Jones sobre el disimulo causante de tanta corrupción.

Jones formó parte de una comitiva de legisladores mexicanos invitados por la Patrulla Fronteriza para supervisar el programa de repatriación voluntaria que inició el 12 de julio de 2004 en el Distrito de Tucson. Junto con él viajaron el viernes 10 de septiembre otros seis senadores y diputados, así como funcionarios de las secretarías de Relaciones Exteriores y de Gobernación.

Todos fueron a bordo del boeing 757 propiedad de Mexicana de Aviación, la empresa que ganó el concurso convocado por el Departamento del Tesoro de los Estados Unidos, y testificaron la forma en que fueron devueltos al país 89 compatriotas suyos.

El ejercicio de repatriación consumado ese día costó al gobierno estadounidense unos 170 mil dólares. Es la experiencia más próxima de los legisladores mexicanos al principal fenómeno social que vive su país desde hace 10 años, y el posible origen de la ausencia de leyes específicas para neutralizar a las redes criminales que involucran a policías, militares y políticos.

Una cantidad de mexicanos similar a la que voló ese 10 de septiembre de regreso a México llega cada 15 minutos a El Sásabe, a bordo de camionetas provenientes de Altar. Su arribo es precedido de pagos individuales por dos mil o tres mil dólares, una cantidad que mantiene la compleja red que alienta la migración indocumentada.

DEBILIDADES HUMANAS

Sobre la brecha que conduce hacia El Sásabe, el grupo Beta instala cada día, por seis horas, un módulo de orientación a migrantes. Nadie les hace caso, pero al menos levantan algo parecido a un censo. De enero a septiembre, cuando inicia la primera “temporada alta”, en esos conteos de seis horas y cinco días por semana, los agentes registraron el cruce de 238 mil personas.

La cifra puede explicarse mejor con un dato: en esa región de Sonora operan al menos 100 organizaciones de polleros.

“De esas 100 podemos decir que al menos 20 son consideradas por nosotros como grandes organizaciones. Es la clasificación que les damos a aquellas organizaciones que operan desde Hermosillo hasta Phoenix y Tucson”, dice Gámez, el agente de inteligencia de la Patrulla Fronteriza.

Gámez y otros seis agentes realizan trabajos similares, desde Agua Prieta hasta Sonoyta. El trabajo de todos ellos se supone que debe emplearse para el diseño de estrategias que reduzcan el cruce de indocumentados, pero las cosas no son tan simples.

A principios de septiembre de 2004 el agente incursionó del lado mexicano. En su reporte describió la construcción de un gran hotel en Naco, que se llama California, y reseñó también las ampliaciones de la central camionera y en la más afamada casa de huéspedes de la ciudad, Casas Micky.

“Es obvio que en la próxima temporada que comienza en octubre el cruce mayor se dará por esa zona y no por el Sásabe”, dice mientras el vehículo avanza por las brechas del lado estadounidense. “Sin embargo la orden superior es que la vigilancia se estreche por esta zona opuesta, que es en dónde se mueren más migrantes”.

Gámez tiene bien identificados a varios de los más activos traficantes de humanos, y eso también le frustra, pues no hay manera de consumar un arresto y consignarlo bajo acusaciones directas por la simple razón de que nadie los delata.

“Es posible que en un mismo día nos encontremos a uno o dos de ellos, pero no podemos hacer nada porque la ley es muy clara en ese sentido: si no hay un delator, así los capturemos conduciendo una camioneta llena de pollos, no se le pueden fincar cargos de tráfico de indocumentados”.

Esas son las fallas del enorme filtro fronterizo.

En Estados Unidos se calcula que residen unos 10 millones de mexicanos sin documentos legales, y según el Centro de Estudios y Cabildeo (CIS, sus siglas en inglés), que promueve una política restrictiva de inmigración, prevaleciendo en ese estatus ilegal o adhiriéndose a un programa de amnistía como propone México, los indocumentados lesionarían gravemente el sistema social del país.

Ellos le cuestan al gobierno de Estados Unidos 2 mil 500 millones de dólares cada año en Medicade, 2 mil 200 por tratamiento de personas sin seguro, mil 900 por cupones de alimento, mil 600 por prisiones y tribunales y mil 400 millones de dólares en ayuda federal a escuelas públicas, dice el CIS.

La razón es una sola: la inmensa mayoría son inmigrantes de escolaridad mínima y un estrato social bajo.

Son los mismos que cada día salen de pueblos y ciudades tan distantes de la frontera, como Veracruz, Chiapas o Michoacán, y antes de cruzar con rumbo al desierto de Arizona dejan derramas impresionantes en pueblos miserables como Altar o El Sásabe. Es la historia de personas como Lucas Martínez, el joven cañero de Cosamaloapan.

La manera en cómo logran burlar una frontera dotada de la mayor tecnología y protegida por cientos de agentes que patrullan por aire y tierra es sólo un factor de decisión.

Al pie del Sky watch, mientras Arturo Guajardo, el asistente del jefe de la Patrulla Fronteriza en Tucson habla de lo exitoso que son esas grúas, Gámez revela que en verdad son una versión moderna del espantapájaros.

“La mayoría de las veces el Sky watch está sin agente”, dice. “A nadie le gusta encerrarse ahí y tampoco hay tanto personal para dejarlos atrapados allá arriba. Pero de cualquier forma se dejan en las brechas y carreteras, porque los pollos y los polleros finalmente no saben que están vacíos”.

(NOTA: *El nombre real del agente fue sustituido a petición suya)

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