Sebastián se recuerda niño, montado en un carro, devorando las interminables carreteras de su estado, en las que la belleza, ciertamente, radica en las tonalidades del desierto…
EL AZUL, CAMBIA. El color se deja influir como ninguno. No es el mismo a través de las horas, ni permanece ante el calor o el frío.
El azul es el color de Sebastián.
“Entró a mis ojos y me emociona”, dice mientras camina por su sala de exhibiciones. “Utilizo muchos azules. Son los azules que se pueden ver en Chihuahua, para quien sabe verlos”.
La metamorfosis del azul es algo que aprendió desde la infancia remota. O mejor dicho, matizó su entorno sin nubes y montañas que se pierden en el cielo.
Sebastián se recuerda niño, montado en un carro, devorando las interminables carreteras de su estado, en las que la belleza, ciertamente, radica en las tonalidades del desierto.
Eran años en los que pretendía robarle a la naturaleza. En los que, dice, perdía las batallas por apoderarse de un color inasible.
“Pintaba acuarelas y lo que pretendía era igualar los colores que veía. Quería que tuvieran la misma intensidad. No entendía: creía que el tiempo no pasaba”.
Antes de atrapar el azul, debió comprender su condición huidiza. Supo entonces que podía tornarse violeta, gris, verde, e incluso rojizo o tan intenso como el negro.
Lo que tenía que hacer era capturarlo en momentos, y dejar el resto como referencia de claroscuro.
“Eso fue lo que me enseñó a ver los azules, y eso se refleja en mi obra. Quiera o no, me vuelven a salir en la mezcla”, dice.
CABALLO CON MAÑA
La herencia de una ciudad que se vuelve diminuta en las vastas llanuras, no queda tan sólo en un prisma.
Las formas caprichosas de los cerros, el contacto sin barreras con caballos y la aridez misma, le dejaron huellas verdaderamente profundas.
El desierto, o parte de él, ha sido trasladado siempre a su obra matemática.
“En cierta manera eso ocurre porque uno no puede desligarse de sus primeros años, de su formación infantil, de lo que a uno le sorprende en la niñez”, explica.
La forma rotunda de las piedras cristalizadas, las colosales figuras que se forman en la sierra, el contraste pleno de los componentes naturales. Todo es parte de su esencia.
“Los cristales de rojo son fundamentales en mi expresión. La aridez y la fortaleza de mis formas tienen mucho que ver con el medio en que viví”.
Roberto Vallarino, escritor de El caballito de Sebastián, historia de una escultura monumental urbana, habla en su libro de la contundencia con que el artista vivió aquella primera etapa.
“La primera vez que se subió a un caballo, tal vez en 1954 ó 1955, fue cuando vio a uno pastando, se acercó a él y lo montó a pelo”, cuenta.
Pero el romanticismo vaquero terminó muy pronto. La bestia se introdujo por debajo de un techo que la despojó, con brutalidad, del intruso.
“La anécdota apunta sólo a señalar el primer contacto físico de un niño con un animal, al cual, casi cuarenta años después, habría de recrear de manera única en una obra escultórica urbana abstracta como lo es la Cabeza de caballo”, dice Vallarino.
Por eso casi todo le nace de ahí, de las historias que lleva en la piel.
VACIOS POR LLENAR
La monumentalidad de la obra de Sebastián se debate en tres realidades. La primera proviene de la sensación de infinitos que colman Chihuahua, la segunda de una condición de la naturaleza humana, y la tercera de una concepción plástica.
“Soy de un estado muy vasto, plano en algunas regiones, y semidesértico. Psicológicamente el que nace ahí se siente vacío y con ganas de llenar. Por eso necesita lo monumental”.
Pero en eso no es definitivo.
“Creo que en todo lo que hago a nivel urbano y monumental, existe una cuestión del espíritu, una cuestión ancestral”, dice.
La necesidad que siempre ha tenido el hombre por crear hitos, para festejar o venerar, en todo caso le correspondió a él -y a otros tantos- en esta época.
Esa condición de heredero de una tradición humana, es la misma que llevó a miles más en el pasado a dejar símbolos por la Tierra.
“Ahí están los dólmenes, los menhires, los arcos, las puertas y las columnas conmemorativas en todas las culturas y en todas las etapas. Porque ésa ha sido una necesidad de los humanos”.
Detrás de la dimensión de su obra, afirma, no existe un afán faraónico, ni uno por trascender en el arte:
“Creo que es mi obligación como escultor urbano monumental, trabajar hitos con esa grandiosidad, porque una cultura urbana de esa dimensión es verdadera y abiertamente pública”.
NUEVO RECORD
Los arcos del milenio pronto perderán su condición como la obra de mayor tamaño que haya creado el escultor. Sus 52 metros de altura que la lucen imponentes, quedarán rebasados por los 60 metros que medirá la X que pretende levantar en Ciudad Juárez, dentro de poco.
El tamaño es, para Sebastián, una obsesión y una regla. No puede ir una pieza descomunal en un espacio que se lo impida, como tampoco puede darse algo diminuto en una zona abierta.
“Una escultura, si se hace más pequeña, a una escala inadecuada, indebida, se pierde y se ve como una cabeza de cerillo en un espacio enorme. Entonces se tiene que buscar una escala adecuada para las lineaciones (sic) de una ciudad y del entorno urbano”, explica.
Esa forma de concebir fue quizá lo que le valió uno de los mejores elogios en 1991, el año en que provocó una de las grandes polémicas del arte en México, tras la colocación del Caballito sobre el Paseo de la Reforma.
“El caballo de Sebastián tiene escala urbana, ésa es su principal virtud, y por ella debemos celebrar al artista y a las autoridades, pues haber emprendido el camino del arte urbano comprometido con la monumentalidad y haber abandonado el arte de galería sacado a la calle, es un gran paso en la obligación de conectar el arte con el pueblo, ya sin la demagogia de los muralistas”.
Esa fue la crítica hecha por el arquitecto Manuel Larrosa en 1992, recuperada por Vallarino en su libro que cuenta la historia de Cabeza de caballo.
“La polémica es una característica de mi persona como de la obra. Pero es fundamental para que el público conozca de la obra de un autor”, reconoce el escultor.
La voz de Sebastián rebota en el eco de los martillos, que doblegan láminas de acero en el taller donde se da forma a las ideas que lo han llevado a ser uno de los escultores mexicanos más reconocidos.
“Si no se diera, entonces sería un mediocre porque, o no me tomarían en cuenta, o no ejercería lo que ejercen los grandes proyectos ante un gran público: la reacción y la polémica”.
El enfrentamiento a partir de una escultura suya, ha sido más que permanente. Se trata de una constante. La Puerta de Chihuahua, concebida desde finales de los 80’s, terminó en un giro que la dejó distinta a cómo fue planeada.
Se trataba de la misma obra inmensa, sólo que en vez del rojo que hoy luce, Sebastián la pensó en el azul de su historia.
El hecho de que su aprobación haya ocurrido en un gobierno panista, la metió en una polémica tan absurda como desbordada. El azul de los cerros, decían los opositores, en realidad era el azul del Partido Acción Nacional.
En Guadalajara, Los arcos del tercer milenio no escaparon del escándalo.
No son azules, pero el amarillo ha llevó a más de uno a tildar la obra de propaganda subliminal a favor del McDonald’s, y a cuestionar incluso el extranjerismo del artista.
Cabeza de caballo, o El caballito de Sebastián, en la Ciudad de México, es quizá la escultura que inauguró el gran debate sobre la validez de la obra del escultor.
Y es probable que la de María Félix haya sido la más pública de las ofensas en contra de la obra, a la que calificó de “adefesio” en un programa de televisión.
“Cuando uno presenta alguna novedad que provoca una reacción a todo lo establecido, provoca envidias, coraje, admiración, recelos, todo”, dice Sebastián.
“Pero hay un balance, es como el bien y el mal, como el positivo y el negativo, el atraso y el progreso. Hay quien ve muchos años atrás, y hay quien piensa con una visión de futuro”.
NACIMIENTO RENACIMIENTO
Llegó de Camargo muy joven al DF. A la Academia de San Carlos ingresó con muchas aspiraciones. Quería, dice, trascender como lo hicieron David Alfaro Siqueiros o Ignacio Azúnzolo, ambos nacidos en Chihuahua.
Desde entonces llamó la atención.
Decidido a trabajar con la geometría como medio para un fin plástico, no parecía convencer a nadie.
“En las primeras obras analizo el plano doblando el papel, algo que para muchos parecía un juego, como si estuviera haciendo papirolas o un origami de animales”, dice.
Lo que hacía en realidad era jugar con la geometría plana, transformándola en el espacio desde un punto de vista topológico. El papel le servía para experimentar, pues podía flexionarlo y medir su resistencia.
Después comenzó a modelar el volumen con el mismo papel, con una visión geométrica, totalmente orientada hacia lo matemático.
Hay un porqué de su gusto: “Observando la historia del arte, hay un momento que me fascina, que es el Renacimiento, en donde el arte y la ciencia empiezan a trabajar de común acuerdo”, dice.
Entonces supo que la geometría fue fundamental para la composición y estructura renacentistas, y eso lo llevó a integrarse en un triángulo con la geometría y el arte, algo que a más de uno le resulta frío y desprovisto de pasión.
“Realmente la geometría no es fría”, se defiende. “De hecho, si se le toma y se le traslada a la escultura, se vuelve una especie de escultura sensual, porque están la curva y la recta tomadas en cuenta.
“Entonces se le quita lo que podría ser la frialdad del prejuicio de ciertos espectadores que no han profundizado en ese mar divino de la geometría”.
La forma de expresarse a través de la escultura tiene un origen más específico en Sebastián; se llama Henry Moore.
“El aprendizaje claro de cómo se hace una buena escultura, de cómo se concibe, de cómo se expresa para que se sienta que vive, me la dio la obra de Henry Moore”, dice.
La influencia del escultor inglés es definitiva. Tanto lo fue, que permeó más allá de la conciencia.
Sebastián llegó a soñar que Moore era su maestro, que le daba clases y que lo guiaba en el desarrollo de sus propias esculturas. Nunca lo conoció, pero eso no importa.
Sus primeras obras llevaban una clara referencia a Moore. Más que una influencia, eran de hecho una copia.
“En ese tiempo entendí una frase que decía: así como en la vida, en el arte no hay hijo sin padre. Mi padre creativo, mi padre escultórico, es Henry Moore”.
Sebastián supo, sin embargo, que Moore tuvo a su vez una gran influencia de la escultura maya. Eso le sirvió para que él mismo reorientara su obra y alcanzara la madurez total.
“Los prehispánicos me dieron la razón para comprender toda esa fuerza expresiva y esa capacidad de representar la escultura que tenía Moore.
“En ese sentido me di cuenta y acepté que soy un escultor con vocación constructiva, pero una vocación constructiva no heredada del constructivismo europeo o de lo grecolatino, sino heredada profundamente de mi raíz indígena”.
AZUL TURQUESA
Se llama Arbol de la vida. Es una escultura, la más reciente en el estado de Sebastián, erigida unos 150 kilómetros al norte de dónde nació. Está a las afueras de la capital Chihuahua, sobre la autopista que conduce a Ciudad Juárez.
Por las mañanas cualquiera la verá verde, aunque en realidad es azul, dice. Su estructura es aparentemente tan simple como su color inicial, pero tan complicada en su concepción como el entorno que la rodea.
Un cilindro altísimo que semeja el tronco de un árbol es coronado por un par de tenazas, que bien pueden ser unos brazos cerrándose por encima de la cabeza. Y a mitad de ellos parece flotar un cubo.
“La escultura tiene características muy especiales para recibir la luz; si se pinta de un solo color, está actuando como volumen y forma, pero la luz le da todas las tonalidades”, dice el escultor.
Es el arte de controlar la luz y la sombra, de comprender y conocer el paisaje, de tenerlo medido en cada uno de sus segundos.
El árbol de la vida cambia a la velocidad del cielo de Chihuahua, un cielo que pasa del azul tímido a la locura del violeta. Entonces el verde se transforma hasta fundirse con el paisaje, igual que los cerros que el artista dibujó de niño.