Frente al deterioro de la política mexicana, muchos políticos que se han formado en el humanismo pierden los puntos de referencia.

Ya inmersos en la cíclica aventura mexicana de la sucesión presidencial, y en una dinámica política en la que parece que sólo importa lo que sea dinero, poder y notoriedad, es oportuno llamar la atención de todos los ciudadanos y los partidos políticos sobre la importancia de la persona y la preservación y respeto de sus derechos humanos.
Éstos, en razón de aquélla, deben ser prioridad en las propuestas de quienes aspiran a gobernar a todos los mexicanos.

Frente al deterioro de la política mexicana, muchos políticos que se han formado en el humanismo pierden los puntos de referencia. Para algunos, parece que el fin justifica los medios y que el engaño, la simulación, la incongruencia, la mentira o la calumnia no son tan perversos si se utilizan en beneficio propio.

Son capaces de llevar el egoísmo hasta el paroxismo. En ellos, la ambición sepulta los principios, y ya en la simulación se abandona la práctica de los valores. La persona y su dignidad pasan a ser figura retórica en el discurso que engaña.

Se antoja urgente recuperar la ética política y rescatar la primacía del Bien Común de la sociedad como causa final de la política. No hacerlo supone el riesgo de que se tambaleen los fundamentos del pensamiento democrático y que se pierdan los hábitos propios del respeto a la dignidad de los demás en la escaramuza de los escarceos de la superficialidad política de moda.

Recuperar la ética supone colocar en el lugar central a la persona, objeto formal del Bien Común que, sin marru-llerías, deben procurar los políticos de recta intención.

El poder, el gobierno, la llamada administración pública, no pueden ser propósito de la política ni de los políticos que verdaderamente desean servir a la comunidad a la que pertenecen; no son fin sino medio, funciones de servicio al bienestar general de la persona en lo individual y en lo colectivo, como sociedad.

En el interés actual por la ética en la política mexicana hay razones circunstanciales, como pueden ser los video-escándalos que han sonrojado a México frente al mundo; los gastos insultantes en algunas campañas electorales; las expresiones vulgares, dislates o mentiras de algunos candidatos; el autoritarismo de unos gobernantes o el menosprecio a la ley de otros; las acusaciones sin sustento entre personajes de un mismo partido político.

En fin, de todo aquello que con mayor o menor intensidad y frecuencia nos enteramos por los medios de comunicación en todo el país.

También hay mezquindad en este interés desusado por la ética en la política mexicana. No pocos han hecho de ella un valor para el mercadeo político, para ocultar sus aviesos propósitos o para disimular sus desmedidos afanes personales.

Son como ovejas con piel de lobo, al acecho de una oportunidad para llevar a sus fauces el idealismo generoso de quienes en verdad buscan, como decía el chihuahuense Gómez Morin, la definición de lo que sea mejor para México.
Ya en campaña -o en precampaña- por la Presidencia de la República hay quienes hablan, debaten, disertan o escriben sobre ética y su aplicación a la política, pero ¿la practican?Lo veremos en los hechos durante los meses por venir.

Ya nos daremos cuenta de quiénes se mueven por la única razón de fondo que justifica la acción política, que es el Bien Común -no ganar el gobierno- y quiénes sólo por satisfacción personal, familiar o de grupo. Veremos quiénes distinguen entre lo que se puede hacer y lo que se debe hacer para generar condiciones de bienestar general de las personas, más allá de las frases afortunadas o de las acciones audaces.

Ya tendremos certeza de quiénes han venido a la política por vocación y quiénes por ambición. Los conoceremos, como enseña el Evangelio, por sus hechos.

En la vorágine que experimentan los partidos políticos en su interior, se advierten síntomas de preocupación que apuntan hacia la decadencia y a la mediocridad. De diversa forma, según los usos y costumbres de cada uno y dependiendo de las propias convicciones filosóficas que sustentan sus programas, todos reflejan la ineludible condición humana de que están hechos.

Algunos personajes no pueden evitar la expresión de sus propias miserias. No logran entender que no todo lo posible es ético en sí mismo considerado. Se pierden en lo fatuo.

Los ciudadanos tenemos el derecho y el deber de participar en la vida pública. Dadas las circunstancias de la política mexicana, hoy más que nunca debemos asumir la responsabilidad de su dignificación y añadir al reto de la competencia electoral y de la productividad de propuestas de gobierno, el reto ético.

Nuestra dinámica política necesita ser remozada, renovada sobre valores humanos, dotada de una nueva virtualidad al servicio de la persona y su eminente dignidad. No podemos dejar esa noble tarea a los partidos políticos que sólo son instrumentos al servicio de la sociedad.

Desde el gobierno, desde los partidos políticos o desde los organismos de la sociedad, como ciudadanos, hagamos del Bien Común el referente ético y fundamental de la política.

En resumen, ganemos el Bien Común sin perder los principios.

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