No sólo cohabitan con serpientes y escorpiones. También viven de ellos. De hecho, el suyo es un salario de miedo. Muchos han muerto en este peligroso negocio. En revancha, los habitantes de una amplia región norteña del país han forjado una compleja mitología que en muchos casos tiene algo de verdad.
Desde la puerta de su casa, María Concepción Ayala difunde el testimonio fantástico que dio uno de sus vecinos apenas el día anterior: siguiendo las huellas en la arena del grosor de un poste de luz, llegó hasta la guarida de la serpiente de cascabel más impresionante de la que haya tenido razón.
“Es una víbora gigante que se ha andado comiendo a los marranos y a los perros de todos los ranchos cercanos. La vio, pero no pudo matarla porque no traía el rifle con él”, dice la señora Ayala mientras el menor de sus hijos retuerce la cabeza de una cascabel que atrapó esa mañana en lo alto de la loma situada a menos de 400 metros de donde ella se encuentra. Se trata del mismo lugar donde habita el enorme reptil que se ha convertido en el mito que arrastra los miedos del pueblo entero cada verano, cuando inicia la actividad mayor debido a la época de celo.
Esa mujer ha convivido durante 65 años con víboras de todo tipo. Las ha encontrado entre los huevos de las gallinas, debajo de la cama o a la sombra de los árboles que resguardan del sol el patio trasero. Dos de sus hijos se han dedicado a cazarlas desde que eran adolescentes, pero ni ella ni el más temerario de los buscadores de serpientes se despojan del miedo que les impone una cascabel.
“Es difícil describir la sensación de encontrarse con una víbora de cascabel”, explica Gerardo Pando, el hijo de Ayala, de 27 años. “En mi caso puedo decirte que no les temo, pues las cazo, pero cuando de pronto una de ellas cruza por mi camino, en realidad siento miedo. Las víboras de cascabel tienen algo que impone respeto y temor”.
Muy lejos de ahí, en los límites de la Zona del Silencio, en Ciudad Jiménez, Javier Castillo se expresa en términos similares.
“Son animales del diablo. Lo que menos quiere uno en esta vida es toparse con una víbora, pero en mi caso no hay vuelta de hoja. Yo voy a matarlas”.
Castillo es un hombre experimentado. A sus 70 años cuenta más eso que la inmediatez del reflejo. Sabe dónde encontrarlas y de qué manera someterlas antes de que siquiera se den cuenta de su presencia. En su piel, que parece un cuero curtido, no hay huellas de mordedura. Es dueño de un oficio impecable.
“El secreto es llegarles por detrás, mientras duermen o se refugian del sol”, dice. “Entonces uno les entierra la rama en la cabeza y luego la machaca con el tacón de la bota antes de cortársela con la navaja o el machete. Pero cuidado que uno se fíe o que el animal te sorprenda porque entonces sabrás lo que es el infierno”.
El hombre toma su tiempo para descansar antes de volver a su rancho, que se encuentra al sur poniente de la pequeña ciudad, en una región llamada la Cueva del Diablo, legendaria justamente porque de mayo a septiembre el tránsito de la cascabel es extraordinario.
La razón por la que se cazan serpientes desde Julimes a Jiménez, o desde Nogales hasta Fresnillo, en una vasta zona que comprende miles de kilómetros cuadrados de desierto, es porque más allá de la aversión existe un gran mercado para su carne y sobre todo para la grasa que las cubre. Ambos son productos apreciados por sus dotes curativas, según la medicina tradicional del norte mexicano.
Pero la víbora de cascabel no es el único de los animales ponzoñosos que se busca para alimentar a una sociedad que los glorifica en la misma proporción en que les teme o les repugna.
Tierra de alacranes
A las Artesanías Malena, el negocio de Jesús Manuel Huerta Solano en el mercado Gómez Palacio, en la ciudad de Durango, cada semana llega una remesa de 6 mil alacranes vivos, Los recibe seleccionados en recipientes de plástico transparente y tapaderas cerradas a presión.
Junto con su mujer, María Elena Sánchez, y sus tres hijos, Huerta ha logrado edificar la empresa de souvenirs más redituable que existe en torno al más emblemático de los arácnidos del estado. Los seis mil pesos que paga por la dotación de alacranes se multiplican de manera asombrosa desde que los mata ahogándolos en alcohol, el momento que marca el inicio de la producción de sus artesanías. Pero trabajar con animales ponzoñosos, aun con el dinero que se obtiene, resulta desagradable.
“No se crea que se trata de un oficio sencillo. Uno debe tener cuidado de no picarse con el aguijón del alacrán porque aunque estén muertos les queda veneno en la cola debido a que durante mucho tiempo pelean entre ellos, cuando son transportados y cuando uno les echa el alcohol”, dice Jesús Manuel, el mayor de los hijos del matrimonio, que cuenta 21 años.
Sobre su mesa de trabajo hay media docena de carátulas de relojes de pared que él mismo ha confeccionado a través del día, colocando alacranes pequeños en vez de los números, y otro de mayor tamaño al centro, debajo del eje sobre el cual giran las manecillas. En el local de los Huerta es fácil comprender que nada de lo que se pide es desperdiciado. Las paredes y anaqueles están llenos de llaveros, ceniceros, hebillas, medallones y frascos con alcohol curado, que regularmente regalan a ancianos con reumas.
Si bien es grande el mercado regional que encuentran las artesanías de la familia, la mayor parte de los productos se vende entre los duranguenses radicados en Estados Unidos.
“Es como si llevaran el orgullo en cada una de estas piezas”, dice el señor Huerta con una mezcla de justificación y felicidad mal disfrazada. “Porque en cualquier lugar al que usted vaya y vea un alacrán, invariablemente va a pensar en Durango, que es la tierra de los alacranes”.
Razón es lo que menos falta a las palabras del artesano. Durango está considerado por los científicos como la tercera zona mundial en peligrosidad de arácnidos. Los dos lugares que la superan en esa condición de peligro se encuentran en África y en Arabia Saudita. Alacranes hay por casi toda la geografía del estado, pero existen lugares específicos para ir por ellos.
En Santiago Papasquiaro, un municipio ubicado en la región central del estado, los proveedores de los Huerta encuentran a los ejemplares de mayor tamaño. Se trata de alacranes de color negro cuya longitud puede alcanzar 20 centímetros.
En las regiones montañosas y frías, que ocupan los municipios de Guanaseví y Tepehuanes, casi en la frontera con Chihuahua, la población predominante es una variedad de menor tamaño y de color pardo. Les llaman los alacranes “gueros”. Otras variedades son cazadas en Rodeo y Topia, y en las mismas colonias de la capital, como El Calvario.
En Durango, dice Huerta, basta con levantar una piedra para encontrarse un nido de alacrán.
Efecto cascabel
En un rincón de su tienda de productos naturales, en el centro de Ciudad Jiménez, Alvaro Gámez Rodríguez conserva un batido de pomada de manzana y ramas de gobernadora en espera de la grasa que pueda llevarle un cazador de víboras de cascabel. Tiene días aguardando por lo que en época de aires y vientos fríos se convierte en algo tan preciado como el agua en el desierto: el unto.
“Ya van tres cazadores que llegaron en la mañana con la pura carne seca de la víbora, pero carne ya tengo mucha, molida y revuelta con sal. Lo que necesito es el unto. Ya les dije que si no me traen el unto no les compro nada, Y se fueron a cazar más cascabel”, dice.
Gámez es una especie de boticario al que muchos consultan en vez del médico. La razón es el gran conocimiento que los clientes aseguran que posee.
“Él sabe recetar cosas que verdaderamente curan”, dice convencida Isabel Rodríguez, una joven madre que acude regularmente a la tienda naturista del ranchero. “Ahorita, por ejemplo, busco algo para aliviar los cólicos de mi bebé, y en eso confío más que en lo que me dé un doctor, que nada más cobra sin remediar nada”.
Rodríguez ha empleado en más de una ocasión el unto para darle solución al paño que le salió en el rostro. Ella dice que la pomada hizo maravillas.
La grasa de la víbora de cascabel tiene múltiples usos en las dolencias y afecciones de los norteños que habitan en zonas rurales y en pequeñas ciudades como ésta. Por años se le ha utilizado para curar la inflamación de anginas y de los conductos auditivos, pero también para las manchas en la piel y las llagas que dejan las várices. En polvo y revuelta con sal, aseguran quienes la comen que cura la úlcera.
“En realidad es un buen producto al que la gente le tiene fe”, dice el propietario de la tienda.
Es la causa por la que los cazadores experimentados desuellan a las serpientes apenas les arrancan la cabeza.
“Lo que hace uno es arrancarles la cabeza de un tajo y aventarla lejos para que no muerda. Y luego, lo que sigue es agarrar el cuerpo del animal para enterrarle la navaja y arrancarle el cuero de un tirón, para luego escurrirle la grasa en un frasco. El unto es lo que más vale”, explica Javier Castillo, el viejo cazador de serpientes.
Arrojar la cabeza para maniobrar después con el resto de la víbora es fundamental. Siete horas después de muerta, la cabeza puede morder e inyectar veneno. Desollada y sin piel, el resto de la víbora es también una condición alucinante. Cuando todo parece concluido, las terminales nerviosas del animal mantienen activos sus reflejos y eso las vuelve peligrosas y repulsivas aun mutiladas.
Es en el afán de matarlas cuando sobreviene el mayor número de mordeduras debido no sólo al reflejo de las serpientes, sino a la forma en que se debaten a la menor sensación de respiro que les deja una deficiente captura.
Los rancheros no son los únicos que padecen las dolorosas y en ocasiones fatales mordeduras de la víbora. Quienes ocasionalmente irrumpen en su hábitat, o incluso aquellos granjeros que operan sus labores diarias, suelen sufrir ataques. La cascabel es también una serpiente silenciosa que no siempre hace sonar su cola. Es algo que saben perfectamente los ganaderos.
La ausencia del zumbido del cascabel se suma al apacible reposo de la serpiente en horas de sol. Eso las vuelve peligrosas porque es fácil pisarlas o quedar al alcance de una mordida. Pero igual de peligrosos son en el crepúsculo y la noche, cuando salen de cacería y se desplazan sin la tortura del día.
“Uno puede decir que es fácil someter a una cascabel. Y puede ser cierto”, dice Gerardo Pando, el joven cazador de Julimes. “Pero ya te digo: nadie sabe nunca en qué momento puede ser sorprendido, y entonces te explicas por qué se les teme”.