José Ángel Mantequilla Nápoles lleva unos caquis y una vieja playera de tirantes blanca. Los chinos apretados de su pelo canoso ya sólo se ciñen a sus sienes, pero aún conserva la mirada filosa que le hizo una leyenda del boxeo cuando serlo era en verdad hazaña de pocos.
 
Hace más de 10 años que pasa tres horas diarias sentado en una vieja silla, frente a un desgastado escritorio colocado en una esquina del gimnasio de los baños Roma. Desde ahí da las indicaciones a sus pupilos, que se derriten a mitad del gimnasio, con ejercicios de sombra.

José Ángel Mantequilla Nápoles lleva unos caquis y una vieja playera de tirantes blanca. Los chinos apretados de su pelo canoso ya sólo se ciñen a sus sienes, pero aún conserva la mirada filosa que le hizo una leyenda del boxeo cuando serlo era en verdad hazaña de pocos.

El Mantecas es el peleador profesional más grande que ha dado Cuba. Allá sostuvo 17 peleas menores antes de abandonar la isla para radicar en México.

“Salí de Cuba para buscar nuevos horizontes”, dice sin explayarse, al arranque de una sesión de entrenamientos que dirige en ese deslucido gimnasio, donde también se lucha con las goteras.

Al ex campeón no le gusta hablar de su vida. Para hacerlo exige a cambio dinero.

“Si no se mochan no hay entrevista”, dice. “Un amigo mío me dijo que le hiciera como Mijail Gorvachov, que cobra por entrevista”.

Ha corrido de mala forma a varios periodistas que se acercan con intenciones de hacerle un perfil o una entrevista. Sólo habla de boxeo, pero jamás de su vida, a menos que, como ya dijo, le den dinero a cambio.

Nápoles prepara un libro autobiográfico. Es lo que dice. El libro saldrá este mismo año, aunque no especifica más. Es la causa por la que también argumenta que no concede datos personales ni de su trayectoria como boxeador.

“De gorra no lo hago, por eso estoy escribiendo un libro con mi historia, que este mismo año saldrá a la venta”, insiste en su evasión.

Esta vez es amable porque es una mujer quien lo aborda, y porque además “parece pariente de mi mujer”.

Por ella fue que se vino a Ciudad Juárez. Aquí había peleado en tres ocasiones, pero no fue en una pelea que la conoció. No dice como, pero quienes lo conocen dicen que a ella la conoció cuando llegó aquí para tocar con su banda de salsa, a principios de la década de 1990.

“La gente de Juárez es chévere”, dice con un acento cubano que se diluye y que adereza con regionalismos.

“A mi mujer le digo que parece menonita: es güerita”, confía después de una esgrima verbal. “Pero a ella no le cae en gracia y casi me menta la madre”.

De Cuba recuerda muchas cosas, pero otras tantas las ha olvidado. Sin embargo aún habla de su primera mujer, a quien abandonó hace 43 años, junto a sus dos primeros hijos.

Tuvo otra esposa en el DF. A ella al menos le dejó como herencia el viejo autobús en el que solía viajar con su banda de salsa en giras por el interior de la república.

“Se lo dejé para que lo vendiera y sacara algo de dinero, pero no ha querido venderlo. Ahí sigue”.

En los baños Roma lleva años como entrenador. Es un lugar que vivió sus años lustrosos cuando el Mantequilla hacía gala de su boxeo como monarca de los pesos welter, hace 30 años.

Hoy es un lugar que deprime, y por eso sorprende que la leyenda del boxeo viva ahí, tratando de invadir con sus conocimientos a púgiles que quieren arañarle algo de fortuna. Pero no hay éxito visible.

Arnold Gamboa, su proyecto más acabado, terminó mal en su más reciente combate, a principios de junio. “El negro santo”, como le dice Mantequilla, suda a chorros por entre las trenzas en que se teje su cabello afro. Hace sombra debajo del cuadrilátero.

Mantequilla es severo en sus instrucciones. Está molesto porque, dice, debió ganar en su combate, sólo que perdió energías la noche previa, cuando se encerró con su novia.

Pero lo mismo acuden al viejo gimnasio jóvenes que viejos.

“De niño yo no me perdía las peleas del campeón”, dice un hombre llamado Salvador, que tiene unos 40 años. “Así que cuando supe que el gran Mantequilla Nápoles estaba aquí, yo vine de inmediato, al menos para decir que a mí me entrenó el campeón”.

En una bolsa de plástico, el ex boxeador guarda las fotos de todos los que han acudido a él para ser entrenados. Entre ellas se observan niños, jóvenes y hombres maduros. Como Salvador, apodado por el Mantequilla como Salvatore, quien luce delgado y que acude religiosamente de lunes a viernes.

El Mantequilla Nápoles fue una gloria del boxeo casi a la par de Rubén El Púas Olivares. Y fue igualmente querido por los mexicanos, que lo vieron crecer como boxeador, hasta alcanzar el campeonato del mundo.

De su época con corona le queda algo de soberbia de rey. Dice que no le importa que lo tomen en cuenta para el salón de la fama local, pues ya pertenece a salas más prestigiadas, como la de Nueva York, Madrid y Monterrey.

De su silla se levanta sólo una vez. Lo hace para calarle los guantes a sus pupilos. Invita a que yo me los cale.

“¿Quiere saber qué tan duro pega este muchacho?”.

La respuesta es No. 

El viejo ring, rodeado de goteras, se estremece con Salvatore, que ha subido a intercambiar golpes con el asistente de Nápoles, a quien apodan El Meny.  Salvatore tiene una pegada de mula, como bien dijo el ex campeón.  

El Mantequilla observa silencioso, sentado. De pronto lanza un grito, tranquilo pero enérgico:

-¡Arriba! ¡Diez!

Es todo. Ellos obeceden de inmediato. Siguen sudando.

Abajo del cuadrilátero, El negro santo sufre del enojo que aún perdura en El Mantecas. Solitario hace círculos y tira golpes al aire.

-¡Agáchate más!, le grita José Ángel, seco y enérgico.

El Mantequilla insiste en que llevaba muy buena condición, y que su condición de enamorado lo estropeó la noche crucial.

“No dio el ancho”, masculla.

Está muy molesto. Ni siquiera lo saludó al llegar. El Negro Santo inició su rutina en absoluto silencio. Una hora después sigue concentrado en cada golpe, sudando hasta empapar su atuendo tan negro como él.

El calor es insoportable. El único ventilador emite un zumbido que enrarece el clima, más que atenuarlo. El sudor de todos vuelve más denso el aire. O al menos es lo que parece. Todos sudan y jadean ante los ojos de navaja del ex monarca.

Mantequilla sabe de errores. El suyo, aunque le duela reconocerlo, fue haber subido de categoría para enfrentarse al argentino Carlos Monzón, entonces campeón de peso medio y con 14 kilos más que Nápoles. Ahí comenzó el declive, dicen los que saben. 

La música hace tiempo que la dejó. No quiere saber nada de ella. Y tampoco dice sus motivos.

Por ahora su vida es tranquila:

Por la mañanas se levanta desayuna algo ligero, se baña y se acomoda en un sillón a ver el programa Cien mexicanos dijeron. Es una rutina. Después llega en punto de las tres de la tarde al gimnasio y espera con paciencia a sus discípulos, que nunca pasan de tres.

Sigue respondiendo a regañadientes. Insiste en que no habla sin dinero a cambio. Vuelve a decir que le ponen de mal humor los periodistas, que nada más buscan sacar dinero con su historia. Pero no deja de revelarse a cuentagotas.

 Así que aclara que el nombre de Mantequilla no se lo pusieron, como alguien dijo, por resbaloso.

 “Ese ya lo traía desde la Habana”, dice.

Como sea José Ángel Nápoles, el hombre leyenda, es un hombre que se asume juarense.

 “Ya hasta me gusta la música norteña”, confiesa.

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