… Sólo faltan los inútiles cascos azules de la ONU para completar el lamentable aquelarre tercermundista.
Las imágenes de los noticieros en televisión recuerdan a Ruanda, Bosnia o Haití. Se ven casas destruidas, gente que deambula sin rumbo por las calles, cadáveres abandonados, hospitales repletos. Uno ve la desesperación, el dolor, el hambre. También aparecen camiones militares repartiendo víveres, helicópteros sobrevolando, civiles armados. Sólo faltan los inútiles cascos azules de la ONU para completar el lamentable aquelarre tercermundista.
Pero no se trata del Tercer Mundo. Esto sucede en Estados Unidos, la primera potencia mundial, sede del gobierno del planeta.
Las imágenes son de Nueva Orléans, la capital de jazz. Es la cuna del Mardi Grass, colorido carnaval de reminiscencias caribeñas. Es la ciudad con aspecto francés y afroamericano que algunos consideran la Sodoma norteamericana, donde nacieron el trompetista Louis Amstrong y el escritor Truman Capote. Es el puerto más grande de Estados Unidos, que recibe embarcaciones de 60 países. También son pequeñas poblaciones de Louisiana que, a lo largo de 145 kilómetros costeros, fueron devastadas por el huracán Katrina.
La destrucción se extendió más allá, hacia Alabama y Mississippi. No es el racista Mississippi en llamas. Es el atrasado, pobre y abandonado Mississippi bajo las aguas.
Esto sucede al sur de la nación más poderosa de la tierra, en el país grande que mantiene en jaque a países pequeños. En la sede de implacables organismos financieros internacionales, vanguardia de la ciencia, la industria y el comercio. En la base del más sofisticado aparato militar terrestre, marítimo y aéreo, centro de la investigación atómica y de la conquista del espacio.
Lo primero que llama la atención es la falta de capacidad de respuesta del gobierno, la demora en poner orden, organizar ayuda humanitaria y brindar socorro a las víctimas. Sorprende que con tantas fuerzas de despliegue rápido para invadir repúblicas lejanas, derrocar jefes de Estado e imponer gobiernos domesticados, tarden tanto en brindar asistencia dentro del propio territorio. La velocidad para destruir en el exterior contrasta con la lentitud para reconstruir en el interior. Washington moviliza recursos para la “rehabilitación” de Afganistán e Irak, pero aún no ha movido un dedo para el rescate de Louisiana, Alabama y Mississippi.
Como música de fondo, sólo falta escuchar Walk, don´t run (“Camina, no corras”), aquella pieza instrumental de The Ventures en los años 50.
“Estamos aquí afuera como animales. No tenemos ayuda”, dijo a la agencia Associated Press el reverendo Issac Clark, de 68 años, frente al Centro de Convenciones de Nueva Orleáns, donde yacían cadáveres en la calle. Algunos desalojados se quejaron de que los dejaron ahí y no les dieron nada: ni alimentos, ni agua, ni medicinas.
“Yo no trato a mi perro así”, se lamentó Daniel Edwards, de 47 años, mientras señalaba una mujer muerta en una silla de ruedas, cubierta por una sábana y rodeada por niños hambrientos que lloraban. Y agregó: “Enterré a mi perro”.
Este ciudadano de a pie del sur de Estados Unidos resumió la situación con menos palabras que las utilizadas en este artículo: “Podemos hacer todo por otros países, pero no podemos hacer nada por nuestra propia gente. Podemos ir al exterior con los militares, pero no podemos traerlos aquí”.