“Nadie quiere decirnos nada, nadie nos ayuda, ya se ha hecho contacto con el consulado en Washington, y no nos quieren decir nada. Yo no sé en dónde se encuentra Francisco Granados. Lo único que sé es que salieron unas fotografías de él, todo golpeado, en el canal 5… yo creo que lo están torturando”.
 
Las imágenes de video guardan una normalidad absoluta. Es lo que dice Fidel Álvarez Cruz, quien maniobró la cámara el 30 de junio de 2001, cuando grabó la despedida de su hermano menor, Edgar, que cruzó ese día la frontera sin documentos con intenciones de llegar a Denver, Colorado.

“Entré a su casa con la cámara prendida y le pregunté cómo se iban a ir, por dónde, porque se iba a cruzar de mojado”, dice. “Él me responde, y en eso llegó mi papá, lo abrazó y le dio la bendición. Después llegó mi mamá y también le echó la bendición. Se abrazaron y lloraron, y también llegó mi hija mayor. Todos estaban tristes porque nunca se había separado la familia”.

El video es una de las pruebas que aporta la defensa de Edgar Álvarez. Con esas imágenes el abogado Abraham Hinojos pretende demostrar un contraste notable con la versión de la Procuraduría de Chihuahua, que lo acusa de secuestrar y después dar muerte a Mayra Juliana Reyes Solís, de 17 años, unas horas antes.

Del menor de los miembros de la familia Álvarez Cruz no hay actitudes que lo hagan ver ante los suyos como el asesino frío y calculador de las víctimas del campo algodonero y el cerro del Cristo Negro.

“Nosotros tenemos la visión de que fue una personal normal, un niño y adolescente normal, con quien jugábamos y peleábamos aquí en la familia, como cualquier otra”, dice su hermano mayor de 35 años, Fidel, quien se haya sentado en una habitación inconclusa dentro de la primera de las cuatro casas que integran el complejo familiar, en la colonia Salbárcar.

Hasta que se marchó de la ciudad, el día que se grabó el video, Edgar fue un tipo de rutinas, dice el hermano. Solía llegar del car wash en donde era el encargado, un negocio llamado Pit-Stop, en la avenida Gómez Morín -que atraviesa la zona residencial de la clase pudiente- y algunas veces lo hacía con sus compañeros.

“Pisteaban y quién sabe si consumiría drogas, pero nosotros nunca lo vimos drogado, nunca lo vimos en las nubes así como se ve a muchas personas que los ve uno y están zafadones; nosotros nunca lo vimos así, pero sí tomaba, normal, como muchas familias”, dice.

Para entonces, Edgar llevaba meses separado de su esposa, Beatriz Sánchez, quien se había mudado a Denver con el gemelo que les sobrevivió a ambos en 1994. La razón por la cual ella emigró, más allá de las disputas de pareja, fue para atender al menor, quien sufre una lesión cerebral, consecuencia de una malformación in útero, dice la familia.

Pero desde mucho antes de la fecha de su partida, Edgar y Beatriz resolvieron sus problemas y entonces trabajó para ir al encuentro de su mujer y su hijo. En el negocio donde era encargado de turno le dieron una carta con la que intentó tramitar un permiso de internación como turista. Fue rechazado y por ese motivo, dice su hermano, decidió cruzar sin documentos.

Nada en esos días, igual que hoy, hace sospechar a Fidel y al resto de la familia que tanto Edgar como Alejandro Delgado, El Cala, y Francisco Granados de la Paz, operaron durante meses para secuestrar, violar y dar muerte a más de 14 mujeres, cuyos restos fueron localizados en dos puntos específicos de la ciudad: uno en el oriente y otro al extremo poniente.

“Ninguno de los tres creo que sea capaz de hacer algo tan feo, tan grande como eso”, dice Fidel, quien reposa de unas de las diálisis a las que debe someterse cada cuatro horas. “Yo pienso que son normales, que tienen sus diferencias, pero yo nunca lo vi siquiera pelearse con nadie, nunca vi a ninguno de los tres pelearse con nadie… Edgar es una persona normal, los tres son normales”.

La despedida del 30 de junio no es un episodio aislado en el que Edgar demuestra sensibilidad. De hecho, dice su hermano, el nacimiento y posterior muerte natural de uno de los gemelos, que ocurrió a los pocos días de nacidos, fue un golpe demoledor.

“Se deprimió mucho, le dolió mucho”, recuerda.

Edgar es descrito también como un padre dedicado, atento a la enfermedad de su hijo, quien en el fondo fue quien lo hizo emigrar hacia los Estados Unidos, dice a su vez el abogado Hinojos. De hecho, fue a las puertas del departamento que habitan el niño y su madre, de quien finalmente se separó, donde fue arrestado por agentes del Servicio de Inmigración y Naturalización, que allí lo esperaron.

Álvarez Cruz, actualmente de 30 años, es acusado de ser el cerebro y principal operador en el asesinato de las mujeres. Francisco Granados de la Paz, de 29, realizó confesiones en ese sentido estando prisionero en una cárcel del condado de Hudspeth, en marzo, a donde llegó después de que en octubre de 2005 fue detenido cuando intentó cruzar la frontera usurpando una identidad como ciudadano de los Estados Unidos.

Granados dijo que ambos, en compañía de un tercero, Alejandro Delgado, cometieron los homicidios a bordo de un automóvil de color rojo, que perteneció a Álvarez. El vehículo en efecto existió, dice el abogado de la defensa, pero en 1994: era un Renoult que al nacimiento de los gemelos fue vendido a unos conocidos y al final terminó en un yonke, antes de 1998.

Los asesinatos que confesó Granados fueron cometidos, según las autoridades, entre los años 2000 y 2001. En las grabaciones originales, donde Granados incrimina a sus amigos de infancia, la defensa dice que nunca hay referencia a esos años, sino que todo ocurrió más de una década atrás, algo que no se plasma así en la declaración formal que le tomó, ya por escrito, la agregaduría de la PGR en El Paso, Texas.

La relación de Edgar Álvarez Cruz y Francisco Granados de la Paz data desde las postrimerías de la década de 1990.

“Edgar siempre trató muy mal a José Francisco”, dice la esposa de éste último, rememorando una época en la que todos ellos trabajaron en la maquiladora CCE número cinco, en la parque industrial Antonio J. Bermúdez, en el comienzo de 1994, cuando todos contaban 16 y 17 años. “Solía darle bachones en la cabeza y gritarle muy feo, cuando nadie los veía”.

Sin embargo, dice la mujer, Edgar era una persona muy distinta cuando estaba con otros amigos o con su misma familia. “Entonces era muy cariñoso y tranquilo, trataba a José Francisco diferente, también con cariño”.

Ella comenzó aquel año una relación formal con Francisco Granados. Se mudaron juntos el día que supo que estaba embarazada, en febrero, pero para junio decidió separarse porque era la única que trabajaba mientras él se mantenía drogado.

Hasta 1998 no volvió a saber nada de Granados. Ese año, cuando ella había rehecho su vida sentimental, decidió presentarle a la hija de ambos, tras un encuentro fortuito.

“Seguía igual que cuando nos separamos: tenía la vista perdida en el piso, estaba drogado y no trabajaba”, dice.

Aún así, en febrero de 2005, cuando volvieron a reencontrarse, ella decidió volver a vivir con Granados. Entonces se embarazó y en diciembre nació el segundo hijo de ambos, cuando él ya estaba preso en El Paso.

“Es una buena persona”, dice ella refiriéndose a Francisco Granados. “Posiblemente le hizo falta alguien que lo guiara, un padre, alguien que le dijera y lo orientara, porque a él le gustan las cosas fáciles, para él la vida no tiene ninguna complicación y tuvimos muchos problemas por eso”.

Los problemas más serios, sin embargo, fueron por la que probablemente es la mayor de las obsesiones de Granados: la idea permanente de que su mujer lo engañaba.

“Es una persona muy celosa. Muchas veces me agredió verbalmente, con palabras muy feas, no le importaba si había gente o estábamos en la calle”, dice. “Y también varias veces me golpeó y yo por eso lo denuncié con la policía”.

Bajo ese pretexto, tras la captura de Edgar Álvarez Cruz en Denver, los agentes de la policía ministerial la llevaron a ella y a su cuñada, quien está casada con Fidel, el mayor de los hermanos Álvarez Cruz, a dar sus primeras declaraciones. Nunca les revelaron el motivo real ni el fondo de los interrogatorios, han dicho todos.

Los meses previos, desde su reclusión y hasta el 17 de julio, Granados escribió infinidad de cartas a su mujer. El contenido varió a través de los meses: primero fueron para agredirla, insinuando una infidelidad, y después ofreciendo perdón y proclamando el amor por sus hijos y recomendaciones para que extremaran cuidados, ante la amenaza de que Alejandro Delgado, El Cala, les hiciera daño. Pero nunca le habló de asesinatos, dice la mujer.

“Ahora que recuerdo bien las cosas, José Francisco siempre me decía que nos debíamos cuidar de El Cala, que era un tipo de cuidado, que a él le había dicho que nos cuidara, a mi y a las niñas, porque nos iba a hacer algo. Pero nunca me dijo porqué”.

Ella no recuerda a El Cala. Incluso nunca lo reconoció en las fotografías que le mostraron los agentes. Y desde 1994, dice, no volvió a ver tampoco a Edgar. De él únicamente supo que se había marchado a Denver, con Beatriz, porque su marido se lo dijo alguna vez.

Con todos los elementos de que dispone, ella está convencida de que no son asesinos. Pero sobre todo, que la confesión que le atribuyen a Granados es falsa porque, como dice su cuñada, él no sabe expresarse con propiedad y tampoco tiene la memoria suficiente como para recordar detalles sobre sus víctimas.

“Eso es algo que hemos comentado en la familia”, dice. “Él siempre fue una persona bastante descuidada, que no se acordaba nunca de nada, ni de la ropa que llevaba puesta. Yo no creo que hayan hecho todo eso que dicen que hicieron”.

Como sea la vida le cambió. En cuatro ocasiones ha recibido amenazas de muerte por teléfono. La procuraduría le asignó una vigilancia especial, pero ella misma pidió que la quitaran, porque los agentes la trataron mal, dice. Y no fue el único lugar ni las únicas circunstancias bajo las cuales ha sido maltratada. De hecho, en todos los interrogatorios ha sido agredida por los agentes.

“Me han insultado… Yo creo que ellos mismos son también los que me han amenazado, porque solamente ellos sabían que me había cambiado de casa, después de que recibí las primeras amenazas”, dice.

Hasta hoy, tampoco sabe nada de Granados. Ni ella ni la familia consanguínea de él.

“Nadie quiere decirnos nada, nadie nos ayuda, ya se ha hecho contacto con el consulado en Washington, y no nos quieren decir nada. Yo no sé en dónde se encuentra. Lo único que sé es que salieron unas fotografías de él, todo golpeado, en el canal 5… yo creo que lo están torturando”.

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