Hijo de padres mexicanos, Armes es todo un personaje. Sus aventuras se han editado en 26 idiomas, ha filmado 26 películas en Hollywood, fue emisario del gobierno de los Estados Unidos e incluso tiene su muñeco.
Dice que Ian Fleming lo visitó en más de una ocasión, en busca de ideas que le permitieran nutrir a su personaje más famoso: el Agente 007.
Cierto o no, J.J. Armes, un investigador privado que radica al sur de Texas, tiene tanto o más repertorio y aventuras fantásticas que James Bond.
La oficina en que despacha, vehículos, armamento, su casa y hasta sus estrategias tienen mucho de fantasía, y de no ser porque sus trabajos se reconocen en varios tribunales del mundo, muy pocos creerían que es real.
“De verdad me siento como un investigador serio”, dice con un desenfado que no tiene cabida en una habitación llena de pasadizos, falsos libreros, cámaras y micrófonos ocultos.
Hijo de padres mexicanos, Armes es todo un personaje. Sus aventuras se han editado en 26 idiomas, ha filmado 26 películas en Hollywood, fue emisario del gobierno de los Estados Unidos e incluso tiene su muñeco.
La vida de Armes por sí sola es una historia como pocas. Desde los 11 años lleva un par de ganchos ortopédicos en vez de manos, y ese quizá sea el rasgo que más lo distingue.
Aunque ello le impidió alcanzar su sueño de niño, cuando pensaba en ser médico cirujano, ha sido el detonante de su vida fantástica.
Armes es poseedor de un parque vehicular envidiable: tiene varios Cadillac, un Rolls Royce, tres Corvette, un Mazda superdeportivo y un Onix. Todos con blindaje y aditamentos que él mismo dice haber diseñado.
“Mis carros están equipados con aparatos que arrojan pequeñas púas, aceite o cortinas humo; pueden tirar balas y están conectados a un satélite. Así que si alguien los roba, no llegará más allá de 100 metros antes de que se paralice y lo deje atrapado adentro”, presume.
Sus pertenencias móviles las completa un jeat lear, un helicóptero y un jet pack, una mochila voladora con la que asegura haber rescatado a media docena de personas.
Armes no se ha renovado como el 007. Es el mismo desde que apareció en la escena pública. Viste chaquetas de bolsas cuadradas y hombreras, luce una peluca de cabellos algo crecidos y ensortijados, porta unos lentes oscuros y tiene la misma sonrisa de dientes blancos que el mundo le ha visto desde hace 40 años.
Ya sale poco a trabajar, para eso tiene a dos mil 450 agentes por el mundo, dice. Pero cuando lo hace lleva siempre consigo un portafolios y una pluma cromada, que en realidad son sus armas más preciadas: por dentro el maletín lleva una ametralladora y el bolígrafo dispara balas calibre .22.
“La gente dice que me parezco a James Bond, pero en realidad es él quien se parece a mí”, dice.
JUEGOS PERVERSOS
Ese día las nubes no le resultaron tan encantadoras. Eran más bien un amasijo de humo desolador. No importó que fuera 10 de mayo.
“Había un clima raro”, recuerda J.J. Armes.
Sin saberlo estaba frente al episodio crucial de su vida. Era 1955, tenía 11 años.
El cielo que describe no lo veía desde un parque, sino desde una habitación de hospital. Entonces comenzó el ejercicio de la memoria.
Recordó que había salido de su casa, esa misma mañana, y que en la calle se había encontrado a su vecino, siete años mayor, el hijo de un afamado vendedor de bienes raíces. Armes lo encontró en posesión de una caja.
“¿Qué tienes ahí?”, preguntó curioso.
El joven quiso ser algo más que explícito ante el niño, y de la caja sustrajo un par de artefactos. Le pidió que tomara uno con cada mano y luego le dio la instrucción que cambiaría el rumbo de sus sueños.
“¡Estréllalas!”, dice Armes que le gritó cuando estuvo a salvo, a varios metros de distancia.
“Yo no sabía que se trataba de explosivos, así que le hice caso a lo que me ordenó”. El detective está sentado detrás de su enorme escritorio, con las manos de garfios sobre el mueble y la vista perdida en el tiempo.
La explosión lo expulsó unos nueve metros, hasta las ramas de un arbusto de los muchos que había en la acera. Ahí quedó sin sentido por varios minutos.
“Cuando abrí los ojos me llevé las manos a la cara, porque sentía que estaba lleno de sangre”, cuenta Armes. “Estaba muy aturdido, no sabía exactamente lo que había pasado”.
No tenía dolor. Pero casi se vuelve a desmayar cuando vio sus manos hechas jirones.
“Estaban totalmente desgarradas, llenas de sangre”, recuerda.
Debió de haber perdido el conocimiento, porque no supo más sino hasta que despertó en la sala de recuperación del hospital. La habitación estaba sola.
“Abrí los ojos lentamente. Recuerdo muy bien que sobre la cama había un enorme tragaluz, a través del cual podía verse el cielo. Cuando desperté, eso fue lo primero que vi: un cielo lleno de nubes negras que parecían pelear entre sí. Entonces me di cuenta de que me habían amputado las manos y dije en voz alta: ‘¡Dios mío, por qué me has quitado las manos. Por qué no se las quitaste a él!’ Cuando dije aquello me arrepentí de inmediato, dije: ‘No, no es cierto, tú no me has quitado nada. Perdóname’.
“En verdad estaba arrepentido. Y creo que Dios me escuchó, porque pude ver por el tragaluz que las nubes se iban despejando y que el sol comenzaba a salir, justo el mismo sol que ha iluminado mi vida desde entonces”.
Puede que su fe religiosa no lo haya frustrado hasta la locura.
VIAJE A LAS ESTRELLAS
Estaba rodeado de amigos cuando lo abordó aquel tipo que durante minutos lo había inquietado. El hombre no se anduvo con rodeos. Sin más que una breve presentación, le propuso tomar parte del elenco de una película que estaba por filmar en Hollywood.
“No supe qué decir en ese momento”, dice Armes. “Así que lo único que se me ocurrió fue decirle que tenía que preguntarle a mis padres”.
Era 1959. El hombre que se le había acercado era Frank Dawfon, y la película que le ofrecía se llama I Am a Handicapped (Soy un discapacitado).
No fue fácil convencer a sus padres. La idea de salir fuera de la ciudad implicaba bastantes cosas, entre ellas dejar los estudios. Pero finalmente logró el permiso y viajó 15 días después rumbo a Los Ángeles.
El chico recibió algo más que un papel en el filme. Convencidos de que triunfaría en la meca del cine, los productores sugirieron un cambio de nombre: en vez de Julio Armas, jugaron con las letras y las situaciones y así encontraron exactas las iniciales J.J. El apellido fue una mezcla de arma y arms (brazos, en inglés).
Armes la hizo de un soldado recién llegado de la guerra. La idea era que mostrara que una persona sin manos podía realizar todo lo que se propusiera.
El optimismo de la película coincidía con el que siempre ha tenido Armes. Así que no hubo problemas de personificación. Por el contrario: esa fue la primera de 26 películas que filmó en los siete años que duró su permanencia en Hollywood.
“En aquellos años sentí que era millonario”, dice sin perder la pose de estrella. “Recuerdo que me pagaban dos mil 750 dólares por semana, lo que se me hacía una fortuna”.
Los roles posteriores tuvieron que ver casi siempre con el tema de la guerra y las mutilaciones.
A la vuelta de los años, las personificaciones de Armes trascendieron la ficción cocinada en los estudios.
El gobierno norteamericano lo llamó en plena guerra de Vietnam para que predicara con el ejemplo. Esta vez no requería de capacidad histriónica, sino de un verdadero gesto de honestidad para demostrar a los soldados sin extremidades, que una prótesis no debe cambiar forzosamente el rumbo de nadie.
“La primera vez que entré a un campamento, lo que vi me provocó sorpresa e indignación. Ante mí tenía muchos soldados que escondían sus prótesis y que se negaban a vivir mutilados”, dice.
De entre todas las imágenes, una le quedó especialmente grabada: uno de los soldados exigía a gritos a la enfermera que le encendiera un cigarrillo y que le ayudara a fumarlo. No tenía brazos.
“Las prótesis las tenía debajo de la cama”, cuenta. “Entonces llegué y le dije a la enfermera que no le prendiera el cigarro. Lo que hice fue tomar un cigarro y encenderlo. No fumo, pero hice el gesto como de que iba a fumar. Después lo apagué”.
El soldado le reclamó lo que había hecho, pero también, dice Armes, duró pocos minutos antes de pedir que le colocarán las prótesis. Con el tiempo se hicieron grandes amigos.
El papel de hombre ejemplar duró hasta principios de 1970, después de viajar por campamentos y hospitales del ejército en Washington y Hawaii.
Pero algo andaba mal.
Armes no podía quitarse de la cabeza su sueño infantil. Tenía el firme propósito de estudiar medicina para luego formarse como cirujano.
“Comprendí que, lejos de ayudar a la gente, la iba a asustar. No creo que un cirujano con ganchos inspire mucha confianza. Así que finalmente desistí”, dice.
Estudió derecho. Sin embargo, la fría vida de los juzgados y las cortes no le pareció una buena opción. Así que una tarde, después de leer algo acerca de detectives, sobrevino la idea.
“Me dije: ‘esto puede ser interesante’, porque además ayudaría a despojar a los detectives de la imagen de sucios, flojos, alcohólicos y corruptos. Y ahí comenzó todo”.
SU NOMBRE ES ARMES
En 1970, sin más respaldo que un anuncio en el periódico, tomó el primero de sus casos. Un niño había sido raptado por su padre tras el divorcio, y la madre simplemente desconocía su paradero. Lo encontró en Bogotá.
Armes mostró un estilo peliculesco desde el principio. Valiéndose de una serie de tácticas muy poco ortodoxas, el hombre descifró misterios que investigadores públicos jamás pudieron lograr.
“Recuerdo que la madre del niño me llamó y me dijo que el padre lo había secuestrado, que no tenía idea de dónde podían estar”, recuerda.
Enterado de que de vez en vez el menor se ponía en contacto telefónico con la mujer, decidió intervenir la línea. Rastreó la llamada y supo que se encontraban en algún lugar de Colombia. Así que de inmediato acudió a la oficina de teléfonos y pidió una relación de llamadas. Ya no tuvo dudas.
Por recuperar al niño Armes había cobrado cinco mil dólares. Cuando tomó el avión con rumbo a la capital colombiana, se había gastado siete mil 500. No le importó, dice.
Ubicó la casa de inmediato y durante días montó vigilancia. Supo que el padre del niño salía por las mañanas y volvía tarde. Y se enteró de que el menor quedaba bajo el cuidado de una nativa, vieja y gorda.
No tuvo escrúpulos al momento de actuar.
“Llegué en compañía de unas personas que había contratado, y amarramos a la mujer. Después me fui con el niño al aeropuerto y ahí lo hice pasar como mi hijo”, cuenta.
Una vez a bordo y en espacio norteamericano, confesó que en realidad el niño era un caso resuelto de secuestro. Desde los aires entablaron comunicación con la policía, pero en vez de esperarlo con una orden de arresto, lo recibieron con reporteros y cámaras de televisión.
“Fue increíble”, dice todavía fascinado.
Debió serlo. Ahí comenzó la fama.
Recuperó el dinero perdido en menos tiempo del que pensó. Pero más veloz fue el aumento de la popularidad.
Uno de los 800 casos que dice haber resuelto hasta hoy, tiene una historia especial en su memoria, porque quizá fue el que lo consagró como un detective tan eficaz como estrafalario.
Marlon Brando vivía en el centro de las estrellas. El padrino le llenaba con sus ondas de producción mítica, y eso lo hacía igualmente susceptible de ataques.
En 1975 su hijo Cristian fue secuestrado por tres individuos que reclamaban un millón de dólares por regresar al chico de 11 años.
Era un caso para el James Bond de la vida real.
“La policía y la prensa decían que detrás del secuestro estaba la mafia, que se estaba vengando así de la personificación que hizo Marlon en la película. Yo descubrí que no”.
Ana Casfi, la mujer de quien recientemente se había separado el actor, fue quien urdió el plan.
Armes partió de un dato que la policía pasó por alto: un testigo dijo que había visto a tres sujetos con un niño a bordo de una van de color rojo, en una de las calles de Beverly Hills.
Lo primero que se le ocurrió fue acudir a la frontera con Tijuana. Un día más tarde le confirmaron que, en efecto, una camioneta con tales características tenía registro de cruce.
Valiéndose de informantes, pudo ubicarlos en unas grutas localizadas en San Felipe, Baja California.
Siete días le bastaron para esclarecer el caso, y la inmediatez salvó la vida del menor, que había enfermado de pulmonía.
Brando le vivió agradecido, dice.
Pero el destino parece haberse ensañado con Cristian. En 1993 su padre volvió a comunicarse con el investigador. Otra vez había problemas, pero ahora el hijo del actor no era la víctima, sino el victimario.
“Cuando descolgué el teléfono escuché la voz de Brando que me dijo: ‘hey Armes, necesito que me ayudes, hay problemas con Cristian'”.
Unos minutos antes Cristian le había soltado un balazo en la frente a su cuñado. No soportó ver a su hermana con los ojos morados, tras la golpiza que le propinó el novio.
El exceso, dice Armes, no fue sino secuela del secuestro ocurrido 18 años atrás.
“Le pregunté a Marlon si había llamado a la policía, porque yo no podía hacer nada. Me dijo que no. Entonces le dije: es mejor que lo hagas. Yo me encargo del resto”.
Con la teoría del daño psicológico armó una estrategia para sacarlo de prisión. Pero esta vez la incondicionalidad de Marlon Brando había cambiado. El actor creyó más en la fama de Robert Shapiro (el defensor de O.J. Simpson), quien prefirió buscar una libertad condicional.
Cristian Brando recibió una condena por 10 años.
“Le dije a Brando que no se confiara mucho de Shapiro, y con el tiempo se arrepintió de no hacerme caso. Fue demasiado tarde”, dice Armes con el gesto de quien jamás se equivoca.
CAMUFLAJES DE ESPÍA
La oficina es larga y rectangular. A ella se llega a través de un elevador, que tiene una alfombra de cebra. Las puertas abren justo a una sala blanca e inmensa, en donde se ha mandado sentar un maniquí con las facciones del investigador. Por segundos en verdad se cae en la confusión, cuando se ve a un hombre leyendo una revista.
“Varias veces me han querido matar”, dice Armes para justificar la treta.
En realidad el investigador siempre está al fondo, a la izquierda, sentado detrás de un escritorio semicircular lleno de botones y teléfonos de colores. Siempre recibe sentado, sin gestos y con los brazos a un centímetro de los controles. A veces da la impresión de que se trata de un segundo maniquí.
Es desconfiado. Pueden pasar minutos de plática sin que cambie de posición. Sobre su cabeza el techo es de espejos, pero en realidad ocultan cámaras y micrófonos. A su espalda, pantallas gigantes de neón le envuelven en un halo de misterio.
Es parte de su parafernalia. Armes cobra un mínimo de 50 mil dólares por iniciar una investigación, y tiene como norma no acudir jamás para ver a sus futuros clientes. Ellos son quienes deben ir a su oficina.
Por encima de ese mundo estrafalario, su trabajo ha hecho que se le tenga como uno de los mejores investigadores del mundo. Varios de los casos que ha resuelto se han publicado en diversas revistas de Asia, América y Europa, o forman parte de los compendios editados por Time-Life.
El gobierno de Cuauhtémoc Cárdenas nunca dijo quién descubrió los micrófonos ocultos en varias de las oficinas que tomó el PRD en 1997. J. J. Armes dice que fue él.
Cada semana, lo mismo le llaman de Japón que de Canadá, de Brasil que de México. Por eso no sorprende que su vida privada sea un compendio de lo que ha vivido y de lo que vive.
A un lado suyo hay un gigantesco tigre de Siberia que pesó más de 400 kilos. Se llamó Géminis I. Sus fauces son tan grandes que bien cabría un perro mediano en ellas. Por eso la historia de su muerte resulta increíble.
Géminis I. murió en una pelea cuando apenas tenía dos años. Enfrentó a Leo, un león africano que le superaba en tamaño y fuerza. En el duelo de bestias, el enorme tigre murió con el cráneo desecho de una potente mordida. Leo no quiso perder su condición de rey.
“Pobrecito, ya no pude salvarlo”, se lamenta Armes, que acaricia al animal disecado que hoy habita una sala donde las cebras, avestruces, panteras, pumas y venados adornan con su imagen acartonada parte de sus oficinas, cercanas al centro de El Paso.
ZOO EN CASA
Lo que parece ser un museo de cera, es en realidad una especie de cementerio para los animales salvajes que viven en el patio de su casa, donde ha montado un zoológico particular, de casi veinte mil metros cuadrados.
Detrás de los muros de siete metros de alto, coronados con espirales de navajas y cerca electrificada, existe un trozo de selva: por las noches leones, tigres, pumas, panteras y perros de ataque rondan por entre los jardines sin hacer el menor ruido.
Por las mañanas el turno es para las bestias más nobles. Entonces aparecen el elefante, los chimpancés, las cebras, gacelas, pavos reales, avestruces y los perros que conviven dentro de casa con sus moradores.
Y Armes rige sobre ellos como si fuera el nuevo Tarzán.
“Jamás he sido atacado por ninguno de mis animales. Tengo la gran virtud de entenderme con ellos, porque los he criado a todos desde que eran unos bebés”, dice.
Para creerle basta ver lo que hace.
Los fines de semana no es extraño verlo en sus oficinas al lado de Géminis II, a quien lleva con él en su limosina o en cualquiera de sus múltiples vehículos. El nuevo tigre siberiano es tan descomunal como su antecesor, pero a Armes le basta sólo una cadena delgada para mantenerlo a raya.
Hay una fotografía de él con Leo. El enorme león parece un gatito inofensivo: tirado sobre su lomo, permite a su amo recostarse en su enorme estómago, como si se tratara de una cama.
“El secreto está en quererlos”, dice Armes.
El hombre en verdad ama a sus mascotas. Desde niño ha tenido un vínculo extraordinario con los animales, que no siempre fueron un derroche de extravagancia.
Su primer animal fue un perro recogido de la calle. Era una mezcla de las que abundan por el mundo: algún pastor alemán obedeció sus instintos y preñó a cualquier perra mestiza del vecindario. Ahí tuvo sus orígenes.
Pero no se trataba de un perro común. Al menos eso dice el investigador, quien parece estar reñido con las cosas ordinarias.
“En realidad era un perro extraordinario”, dice. “Era un animalito muy inteligente, al que nada más le faltaba hablar”.
Aquellos años el rock & roll era moda de locos en un mundo que se volvía cada vez menos cuerdo. Eran días en que los concursos se organizaban bajo cualquier pretexto: el baile, los coches, la música, los peinados y, por supuesto, los perros.
En un suburbio cercano a la ciudad, una pequeña comunidad llamada Ysleta, un centro comercial organizó el primero de los concursos de “Inteligencia canina” en la región. El único requisito era que los perros tuvieran pedigrí.
Armes trató de registrar a su perro. No le fue fácil.
“Recuerdo que había una fila enorme de personas con sus perros finos. Pero de cualquier manera me formé y esperé mi turno.
“Cuando llegué me dijeron que mi perro no podía concursar, que el concurso era sólo para perros finos, y no corrientes como el mío. Pero yo le dije que mi perro era más inteligente que cualquier de los que estaban ahí, que le diera una oportunidad de demostrarlo”.
No quisieron.
La oposición duró horas. Y quizá el hartazgo al que les había llevado aquel niño los hizo desistir. De cualquier forma hubo un pacto: si ganaba el perro corriente, el premio de 25 dólares no se haría efectivo.
“Mi perro ganó”, dice Armes. “Y aunque los 25 dólares no me importaron, la forma en que me trataron me hizo hacer un juramento. Dije: juro que a partir de hoy voy a tener los animales más bonitos y caros del mundo”.
Así fue. Como todo lo suyo, sus animales son exóticos. No podría esperarse menos del verdadero Bond.