Más allá de que el número de películas producidas en México no dan para hablar de una industria, muchos realizadores encuentran su tumba en las salas de cine. María Novaro y Ernesto Rimoch hablan de la competencia desleal frente a la apabullante invasión de las grandes producciones norteamericanas.

Ernesto Rimoch no ocultó la urgencia por aclarar una duda. Ante una sala que se vaciaba cada minuto, tomó el micrófono y pidió unos segundos de calma.

“Antes de que se vayan, quiero preguntarles una cosa”, dijo. “¿Alguno de ustedes ha visto el trailer de mi película?”

Ninguno de los asistentes alzó la mano esa noche de estreno. Si bien las localidades del Cinemex del World Trade Center se habían agotado para la función especial de la película de Rimoch, Demasiado amor, no fue por cuestiones de publicidad.

A una semana del estreno formal, el 5 de mayo de 2001, la producción había ganado prestigio a través de la más infalible de las comunicaciones de que se vale la inmensa mayoría de las películas mexicanas: la recomendación.

Lo que ocurrió a Rimoch, uno de los más prestigiados productores y realizadores del llamado Nuevo Cine Mexicano, fue una dura lección para alguien que hasta entonces se contaba fuera de las víctimas del régimen en que se compite contra las grandes producciones norteamericanas.

Finalista en el proceso de selección del Festival de Cannes, Demasiado amor tardó cuatro años en llevarse a la pantalla, y menos de 15 días en desaparecer de una gran cantidad de salas de exhibición.

Nido de víboras

Detrás del efímero paso de la película, existe una realidad que nada tiene que ver con la calidad o el ingenio de los artistas, sino con un vacío legal que impidió por años el surgimiento de una verdadera industria cinematográfica.

Pero el marco de una ley adecuada a las necesidades de los cineastas bien puede ser la síntesis de una práctica de sabotaje cada vez más recurrente en contra de los filmes mexicanos, y de una cultura ancestral que se niega a reconocer el éxito que de vez en cuando alcanza una producción nacional.

“En realidad somos una sociedad muy caníbal”, dice sobre ello la productora y directora María Novaro. “Aquí nadie perdona el éxito; ¡hay tanta ferocidad!”

En 1991, Danzón fue aclamada como una de las mejores y más taquilleras películas mexicanas de las segunda mitad del siglo, pero una década después, Novaro no pudo trascender comercialmente con Sin dejar huella.

La experiencia de Novaro debió ser distinta. Por primera vez, la realizadora dejó en manos de una empresa privada la promoción de su película, y creyó que los días en los que ella misma era la vendedora de su producto habían quedado atrás.

Una mala táctica comercial, producto de lo que ella juzga como una mezcla de incompetencia y falta de cultura, dejó cinco años de esfuerzo excluidos de las salas de cine en menos de siete días.

Lo que ocurrió a Sin dejar huella no es un simple desplazamiento comercial de una película mexicana.

Por años, algunos realizadores como Novaro y varias estrellas de cine han denunciado prácticas oscuras en los reportes de baja asistencia que muestran los exhibidores al momento de suplantar las películas con producciones norteamericanas.

Se trata de una práctica nacida casi a la par que la nueva generación de
filmes mexicanos, cuyo auspicio ha sido justamente la ausencia de una ley adecuada.

“Los exhibidores son los testaferros del cine de Hollywood”, dice sin miramientos la actriz María Rojo. “Por eso he insistido en que la ley debe sufrir modificaciones cada determinado tiempo”.

Rojo ha sido una promotora incansable en la búsqueda de una legislación para el cine mexicano, algo que intensificó en sus años como diputada federal, a finales de la década pasada.

Hasta hace muy poco, el país carecía de una Ley Federal de Cinematografía. Pero aún con ella, las condiciones no parecen haber cambiado significativamente. Si bien la legislación ha dado garantías de supervivencia al cine nacional, se está todavía lejos de alcanzar los objetivos que sostengan el surgimiento de una verdadera industria.

Antes de la ley, los realizadores mexicanos vieron cómo sus derrotas se hilaban en la lucha desigual que sostienen con las grandes productoras de los Estados Unidos.

La mano de la malinche

Con casi dos décadas de cine de bajo perfil, el país llegó a la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte sin intenciones de proteger su industria cultural.

Con el acuerdo comercial, las garantías de exhibición de las producciones mexicanas simplemente se desvanecieron. No fue lo único que se perdió, pero fue sin duda lo más visible de la nueva condición que enfrentaban a partir de ese momento.

“La lucha del cine nacional es sacar el cine del Tratado de Libre Comercio, porque ahí te topas con los tratados internacionales que siempre son los más poderosos”, dice María Rojo.

Hasta ahora, los dueños de las salas de cine caminan con la sospecha como sombra. No son pocos los directores que dicen haber fracasado comercialmente gracias a la política que los exhibidores han manejado por años.

En el esquema informal de una competencia abierta entre las producciones nacionales y estadounidenses, el resultado no es difícil de adivinar.

Sin embargo, en los últimos 15 años, los realizadores han sorprendido más de una vez con un éxito arrollador.

Danzón, por ejemplo, estableció un récord al mantenerse durante nueve semanas en cartelera, y lo mismo ocurrió a películas como Sólo con tu pareja, Como agua para chocolate, Sexo, pudor y lágrimas, Amores perros e Y tu mamá también.

“El público se sintió alejado de las salas cuando se instaló el famoso cine de ficheras”, dice María Rojo. “Pero éste es el momento de recuperarlo, porque el público está volviendo al cine mexicano, y no de ahorita, sino desde hace varios años”.

La actriz sabe lo que dice. En 1998, La tarea, un filme que protagonizó junto con el actor José Alonso, desbancó a Mujer bonita, la película que dio fama a la actriz Julia Roberts.

Con esos ejemplos, los realizadores han defendido un espacio en las salas bajo condiciones más favorables.

Conscientes de lo imposible que resulta disponer de grandes presupuestos, los cineastas mexicanos han suplido los efectos especiales con guiones y direcciones en ocasiones sorprendentes. Sin embargo, no logran ver reflejado el esfuerzo en las taquillas.

La causa, dicen, han sido los exhibidores.

“Veo en todo esto una mano negra”, dice María Novaro. “Y aunque tendría que hacerle a Sherlock Homes para reunir datos, creo que existe mala leche por parte de los exhibidores”.

Novaro no tiene porqué confiar en una industria que ella misma califica de “tramposa”.

Durante el estreno de Danzón, recorrió varias salas para constatar un rumor: a su película la estaban saboteando. Así documentó que en las carteleras se anunciaban localidades agotadas, cuando en realidad había sillas vacías.

Con Sin dejar huella, cree que sucedió exactamente lo mismo.

“Ni siquiera son buenas personas; son gente mañosa, se valen de mañas para sacarlo a uno, y nosotros somos unos ingenuos pavorosos que pensamos que el mercado es leal y que tenemos que defendernos con nuestras propias uñas. Pero no es así”, dice.

Si bien el caso de Sin dejar huella causó indignación a la elite del cine mexicano, no fue un caso único.

Demasiado amor corrió una suerte parecida, aunque su permanencia fue de más del doble que la película de Novaro.

Ernesto Rimoch dice haber confirmado algunos visos de sabotaje, pero no se atrevió a interponer una demanda penal. Resignado con la suerte de su película, dice que no queda otro remedio que soportar con llanto ese juego sucio.

“Es una caja negra”, dice. “Si la anomalía es a partir del exhibidor –el que sea, no estoy hablando de nadie en específico- el que debe detectarla es el distribuidor. Así que si yo productor detecto una anomalía, no puedo hacer nada”.

Aquí nadie es Brad Pitt

En la nueva realidad legal del cine mexicano, al menos existe garantía de un fondo capital para producir una decena de películas. Pero las limitaciones naturales de ese presupuesto, estimado en menos de 200 millones de pesos, muy poco contribuyen al despegue de la industria.

De hecho, la gran mayoría de los realizadores se niegan a mencionar que el cine es México es, en los hechos, una industria. Para que lo fuera, dicen, tendría que producirse un promedio de 50 películas por año, un número del que se está muy lejos todavía.

Y justamente ahí radica otro de los grandes vacíos del cine nacional. Distinto a como sucede en Hollywood, en México el star system es francamente pobre.

Las estrellas del nuevo cine deben en su gran mayoría formar parte del elenco de las telenovelas. Eso les garantiza una figura comercial que los cotiza mejor, aunque ninguno alcanza los niveles de atracción requerido por los productores.

“Sin duda uno de los elementos de la mercadotecnia es el star system, que tuvimos hasta que terminó la época del cine de oro, y que no hemos sido capaces de reconstruir.

“”Y bueno, indiscutiblemente es necesario porque, ¿cuántos actores mexicanos meten gente a las salas? ¿A quién pones en un cartel y automáticamente jala gente como Julia Roberts, Sandra Bullock, Morgan Freeman o Brad Pitt? Ni Demián Bichir”, dice Rimoch.

María Novaro opina igual. Hace años que el cine mexicano se quedó sin grandes figuras,  dice. Pero en la última década parece que las cosas cambiabn.

“Ahora se comienza a percibir cierto glamour”, dice. “Y nosotros lo estamos alimentando”.

De cualquier manera, se trata de un proceso lento. El cine mexicana batalla aún para mantenerse, y eso resta posibilidad a un crecimiento explosivo.

María Rojo dice que el país tiene, más que una industria de cine, una cultura cinematográfica. Sus palabras tienen una gran dosis de verdad.

Con todo y la fama de gran realizadora, María Novaro recorrió el país en busca de la satisfacción como artista. Nunca brindó por los grandes ingresos de sus producciones recientes, pero al menos pudo demostrarse que lo hecho tiene gran calidad.

Las salas en donde se proyectó Sin dejar huella no fueron enormes, sino pequeños audiovisuales de universidades y casas de cultura de interior. Ahí, en donde pocos supieron del destino que tuvo, simplemente disfrutaron del filme.

“Tal parece que le eché la sal con el título: la película desapareció sin dejar huella, y me amolé”, dice con ironía.

Ése parece ser el reto de la generación de cineastas que ha reconvertido la realidad fílmica en los últimos 15 años.

Ernesto Rimoch cree que hay posibilidades de lograr que las producciones nacionales tengan una suerte distinta, algo que parece haber despertado conciencia entre los realizadores.

“Más que crisis, la situación actual es de mucha fragilidad”, dice. “Si se quiere consolidar, debemos ver cómo la consolidamos. Porque no podemos dar por un hecho que por ser nuevo cine mexicano, ya la hicimos”.

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