Una ciudad cosmopolita, un centro laboral para miles de emigrantes mexicanos que huían de la miseria y hallaban explotación en empresas estadounidenses. No es el retrato de Ciudad Juárez, sino el de Cananea de hace un siglo, cuando se vivió allí la huelga de los mineros que detonó el movimiento de la Revolución Mexicana. 

Cananea, Sonora-Vista ahora, cien años después, la casa que habitó William Cornell Greene, no corresponde a la estatura del hombre que mantuvo el poder real en la Cananea de principios del siglo pasado, entonces la ciudad más pujante del noroeste mexicano. En su tiempo, sin embargo, fue lo contrario: el fundador de la Cananea Consolidated Cooper Company era poseedor de la mansión más lujosa de la zona, acabada con materiales importados de París y Nueva York.

La ciudad en sí es un reflejo de la finca, una sombra de su pasado. Después de años de ser el eje de la economía regional, un asentamiento cosmopolita con más de 22 mil habitantes, aturdido por el ajetreo en sus calles y los alrededores de las minas, Cananea es hoy algo parecido a un pueblo en las montañas, apacible, sin dinero que fluya en los comercios, un centro urbano ligeramente mayor al de entonces, pero sin la diversidad ni dinámica del pasado.

Lo que prevalece es la historia que da pie al nacimiento del mayor símbolo en la lucha obrera mexicana. Al filo de conmemorarse el centenario de la huelga de 1906, este primero de junio, la atención está puesta en ese movimiento que dejó más de 30 mineros muertos, otro ciento de ellos encarcelados y el escenario propicio, dicen algunos historiadores, para las acciones revolucionarias que derrocaron a Porfirio Díaz.

Cananea y su historia son parte del discurso empleado por los líderes sindicales a partir de la muerte de 65 mineros en la mina Pasta de Conchos, en Sabinas, Coahuila, y también en las tensas negociaciones que se viven en Lázaro Cárdenas, con los trabajadores de Sicartsa. Pero sobre todo, los “mártires” de 1906 son referencia obligada para los trabajadores de La Caridad, la mina propiedad de Grupo México en Nacozari, donde el reclamo por la autonomía sindical y la revisión del contrato colectivo permanece estancado desde abril, con amenazas de un desalojo violento.

“Hay muchas llagas abiertas”, dice Isabel Rojas, directora de la biblioteca local y parte del grupo que encabeza el Comité Ciudadano Pro Conmemoración del Centenario del Movimiento Obrero. “En Nacozari siguen los reclamos de los mineros por el cinco por ciento de las acciones de la empresa, y eso ha generado mucha tensión”.

Rojas alude a una demanda obrera cuya resolución se supone ocurrió en octubre de 2004, cuando la empresa minera y el sindicato convinieron el pago a los trabajadores de un cinco por ciento del valor total de las acciones, para dar por concluida así una huelga de siete días que comenzó por un adeudo histórico a los mineros.

En los preparativos para conmemorar el centenario, ése es justo el dilema: ¿Cómo separar lo político de los actos solemnes que se pretenden? Es imposible. La Sección 65 del Sindicato Nacional de Trabajadores Mineros, Metalúrgicos y Similares de la República Mexicana, que opera en Cananea desde 1935, ha decidido respaldar las exigencias de los trabajadores de La Caridad.

Francisco Hernández, el recién nombrado secretario general de la Sección 65, es parte del Consejo que trabaja junto con el comité ciudadano y las autoridades del municipio de Cananea en la preparación de los actos por la memoria de los mártires, y ha dicho que no mezclarán exigencias gremiales aprovechando la celebración. Sin embargo, tanto él como el resto de las organizaciones obreras de Sonora, han excluido de las invitaciones formales al gobernador Eduardo Bours Costelo, quien políticamente maniobra para el desalojo de los huelguistas en Nacozari.

“Todo esto enturbia los festejos; hay mucho resentimiento”, dice Isabel Rojas.

La confrontación de ideas mantuvo por semanas reunidos a los miembros del consejo. Hasta antes del accidente en la mina Pasta de Conchos, nada de esto sucedía. Los gobiernos estaban debidamente agendados para la conmemoración, e incluso el Congreso del Estado de Sonora declaró el 2006 como año del centenario de los mártires de Cananea y se acordó bautizar a la ciudad como “Heroica”, justo el primero de junio.

Pero las condiciones de principios de año, no son las mismas, dice Javier Villarreal Gómez, el secretario adjunto de la CTM en Sonora.

Reunido con el resto de los organizadores que operan al margen del Gobierno del Estado y la Federación en el preparativo del centenario, el viernes cinco de mayo, Villarreal compartió una reflexión que dice haber hecho en su viaje desde Hermosillo, esa misma mañana:

“Yo no podría concebir una celebración fastuosa, porque no creo que se vaya a arreglar este problema de aquí al primero de junio”, dijo refiriéndose a la huelga de los mineros en Nacozari. “Entonces, tendría que estar incluido esto, en un gesto de apoyo y solidaridad, yendo más allá de un movimiento de protesta”.

Para el primero de junio, Saúl Martínez, el director de la Casa de la Cultura de Cananea, espera que la ciudad se sature de visitantes. Prevé incluso que colapse, porque no hay capacidad hotelera ni restaurantes suficientes. La llegada masiva de turistas es obligada en sus pronósticos, porque “cien años no se celebran siempre”.

Lo de Martínez, igual que las intenciones de la Legislatura local que urge al bautizo solemne del nombre de la ciudad y que ya ha decretado el 2006 como año de transcendencia nacional, puede en todo caso ser una exageración, según los criterios del historiador local Arturo Rodríguez.

“La historia nos enseña que de 1906 no brincamos a 1910”, dice para replantear las cosas. “El caso del movimiento revolucionario debe verse como un movimiento nacional, una repulsa que ya existía en contra del capital extranjero, de las inversiones, en minerales sobre todo, y en el sur del país en las fábricas de hilados y tejidos, como el caso de Río Blanco. Y en historia de huelgas, las hubo antes que aquí, en otros lugares de México”.

Además de rescribir la historia, Rodríguez opera junto a uno de sus hijos el restauran Casa Vieja, especializado en codorniz y cortes selectos. Es un negocio que luce vacío, y que fue la casa familiar, a principios del siglo pasado, desde que su padre llegó a la ciudad en 1908.

Su padre conoció a Greene, el villano en la apología del movimiento obrero. Y según Rodríguez, el retrato que conoce del norteamericano, es muy distinto al juicio de las crónicas:

“Los que lo tratamos -me dijo mi padre-, no tenemos ningún elemento para decir que fue déspota y explotador, a todos nos trató bien. Greene aceptaba las condiciones que reclamaban los trabajadores, nomás que el gobierno de Porfirio Díaz le envío un telegrama en el que le dijo textualmente: ‘no me alborote a la caballada’. Y así fue”.

La mañana del lunes 31 de julio de 1911, Greene subió a su carro jalado por dos caballos, para dirigirse al hotel Alejandría, donde trabajaba su barbero. Mantener el estatus de magnate le costó la vida. El negocio se hallaba a unos cuantos metros de su casa, pero nunca lo caminó. Al regreso, uno de los corceles se encabritó y Greene no pudo controlar el carruaje, que se impactó violentamente contra un poste de madera. Con fracturas en varias costillas, en la base del cráneo y con los hombros dislocados, murió seis días después, víctima de neumonía.

La era Greene
“A principios del siglo pasado, Cananea era una ciudad cosmopolita, con gente que provenía de Italia, Francia, Alemania, Suiza, China y Estados Unidos. Se hablaban muchos idiomas. Aquí había unos 22 mil habitantes, cuando en la capital del estado, en Hermosillo, existían como nueve o 10 mil personas y ciudades como Juárez y Tijuana tenían menos de dos mil”.

La directora del Museo del Movimiento Obrero, María Cristina Martínez, evoca una ciudad perdida y maravillosa ante sus ojos. Ella nació en 1937 y en la década siguiente tuvo su instrucción primaria allí mismo, antes de emigrar a los Estados Unidos. En la escuela, sin embargo, jamás se hizo énfasis de la huelga de 1906, sino del estilo de vida glamorosa que, le dijeron sus maestros, existía menos de 40 años atrás. Por eso la figura de Greene le resulta casi familiar, o como de un héroe local.

“Este norteamericano llegó a Cananea, vio grandes posibilidades, se fue a Estados Unidos, trajo accionistas de Wall Street y se fundó entonces una de las minas más ricas y grandes del mundo. Cananea tuvo el primer lugar en producción de cobre a principios del siglo XX”, cuenta.

A su regreso de Estados Unidos, Martínez se ocupó de la administración del naciente museo que hoy dirige. Hasta 1979, el edificio fue la famosa cárcel de Cananea, el sitio en el que, con tres años de operaciones, fueron llevados prisioneros los líderes del movimiento obrero de 1906, y muchos otros mineros.

Cananea era una región de alto potencial mucho antes de la llegada de Greene. Sin embargo, hasta mediados del siglo XIX, toda aventura por extraer oro y plata fracasó ante el permanente ataque de los apaches. En 1858, un general llamado Ignacio Pesqueira llegó para explotar las minas abiertas por misioneros españoles y dos años después operó un molino y una fundidora, tras establecer un fuerte con 400 soldados, que desvanecieron los asaltos.

A su muerte, la viudad de Pesqueira desarrolló un par de minas que iniciaron la explotación del cobre, y hacia finales de la década de 1970, la ciudad se encaminaba a pasos de gigante hacia la industrialización de minerales, tal y como ocurría en los centros vecinos de Arizona: Bisbee y Tombstone, donde ya se había establecido William Cornell Greene. A finales del siglo, ya en operaciones la minera de Greene, llamada The Cananea Consolidated Cooper Company, mejor conocida como Las Cuatro C, hizo del lugar el gran polo de atracción para miles de aventureros.

“Llegaban mineros desde varias regiones del país. Por el este llegaban desde Juárez y Chihuahua, y por el lado de Ímuris los que provenían del pacífico. En un principio la mayoría eran mexicanos, pero luego llegaron americanos, chinos, alemanes, italianos y árabes. Cananea se convirtió entonces también en un gran centro de polleros, a principios del siglo XX, cuando Estados Unidos cerró sus puertas a los chinos, y éstos comenzaron a llegar aquí desde Guaymas y Mazatlán para internarse al otro lado”.

Es así como describe la época de Greene el historiador Arturo Rodríguez. Pero a la par que el desarrollo hacía de Cananea la ciudad dominante de la región en el lado mexicano, llegaron también las contradicciones que al final desembocaron en el estallido obrero.

La huelga
Para 1906, la situación financiera de la Cananea Consolidated Cooper Company no era la mejor. La presión de los mercados internacionales hacía sucumbir los estados de cuenta y ese fue el argumento de la empresa para rechazar el reclamo de los mineros mexicanos, que pretendían una homologación del salario con la de los trabajadores estadounidenses.

La idea de los ejecutivos de la empresa era aliviar las finanzas mediante el aumento en las contrataciones de obreros mexicanos, que trabajaban jornadas mucho más largas que los americanos, con ganancias inferiores. En promedio, los mexicanos trabajaban casi lo doble que los extranjeros, y ganaban entre tres y cinco pesos menos.

Es el contexto, dicen los historiadores, en el que algunos liberales y seguidores de Ricardo Flores Magón entraron en contacto con los mineros inconformes. Uno de ellos fue el abogado Lázaro Gutiérrez de Lara, entonces miembro del Partido Liberal Mexicano, que años antes, en 1903, ya había sostenido una disputa legal con William Cornell Greene.

Las actividades de Gutiérrez alcanzaron un nivel de influencia hasta la incorporación de los otros líderes que recuerda la historia: Esteban Calderón Baca, un trabajador de minas que ganaba tres pesos, y Manuel M. Diéguez, un ayudante de tallador en las minas de Oversight que ganaba más del doble que el primero.

Ambos llegaron a ser gobernadores de sus respectivos estados, los años posteriores a la revolución. Antes, sin embargo, se involucraron en el movimiento de Cananea, que inesperadamente para ellos, adquirió un nivel que jamás pronosticaron, dicen algunos investigadores, como Nicolás Cárdenas García, quien publicó un ensayo sobre la huelga en 1996, para la UAM Xoxhimilco.

“Los defensores de la interpretación ortodoxa han buscado en vano testimonios para argumentar que la huelga fue preparada y dirigida por los magonistas o por activistas de la Western Federation of Miners”, dice Cárdenas. “(Pero) en realidad, los testimonios de Baca Calderón, Diéguez y Plácido Ríos, parecen concluyentes: la huelga simplemente los tomó por sorpresa”.

Los meses previos, e incluso a la par del movimiento en Cananea, la región había vivido otras huelgas y reclamos similares. Las condiciones de desigualdad entre extranjeros y mexicanos, era el motivo principal. Pero, dice Cárdenas, ningún documentos histórico hace suponer que esas acciones estuvieron concatenadas o formaron parte de un gran movimiento conjunto.

El pliego petitorio de los mineros de Cananea fue rechazado por los socios de la empresa. Greene fue enviado para darles respuesta, y en un tono que quiso ser conciliador, habló a los trabajadores de las bondades que había dejado la industria a la región, y de los salarios que ellos tenían por encima del resto de los trabajadores mexicanos. La causa para no aumentarles el salario, les dijo, era la crisis que atravesaban. Pero los argumentos fueron rebatidos: los americanos seguían ganando más y trabajaban menos.

Lo que siguió entonces fue un desbocado movimiento que confrontó a los ejecutivos norteamericanos y a las mismas autoridades del estado y el municipio. Pero el gran desatino que censura la historia fue cometido por el entonces gobernador Rafael Izábal, quien permitió la entrada y comandó a más de 250 norteamericanos que, guiados por el jefe de los Rangers de Arizona, Tom Rynning, penetraron hasta la ciudad, tras un llamado de Greene para defender las instalaciones de las minas estadounidenses.

Los registros de entonces indican que no efectuaron disparos en contra de mexicanos, pero su incursión puso en estado de tensión las relaciones entre los dos países, y con ello murió también una forma primaria de administrar las empresas mineras. El movimiento terminó cinco días más tarde, con la muerte de varios mineros, entre 21 y 30 consignan distintas versiones, y el encarcelamiento de los principales líderes, y un centenar de obreros.

Manuel M. Diéguez y Esteban Baca Calderón fueron llevados a la entonces máxima prisión del porfiriato, en San Juan de Ulúa, Veracruz, de donde salieron 15 años más tarde. Lázaro Gutiérrez, quien salió libre a los pocos días, fue fusilado por soldados en Sáric, en 1918, cuando se preparaba para retornar a Cananea, donde algunos mineros solicitaron su asesoría.

“Todo terminó en tre o cuatro días”, dice Arturo Rodríguez. “Pero el legado ahí queda”.

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