… El tiroteo que se desató dejó un federal muerto y otros dos heridos de bala. Las más altas autoridades del municipio, el estado y la federación maniobraron durante meses para darle sustento a la versión de un percance nacido de la tensión, pero fracasaron. La colusión de la policía en el tráfico de drogas sería permanente desde aquel momento, y dejaría de ser botín de una sola corporación.

La noche del 22 de febrero de 1996, una pareja de policías preventivos que patrullaba el centro de la ciudad abordó la camioneta oficial de la PGR en la que cuatro agentes fingían tomar cerveza mientras montaban guardia afuera de un expendio de drogas.

Operaciones de vigilancia como esa eran noticia aislada cuatro años atrás, pero lo que ocurrió entonces cambiaría la percepción de las cosas. El consumo local de drogas se había convertido en un negocio de millones de dólares, y el abordaje de los patrulleros no fue por lo tanto una casualidad: en realidad, los federales estaban allí dispuestos a estropear la compra de protección que los dueños del negocio pagaban a los preventivos.

Tras un amague con armas de fuego que convocó en unos cuantos minutos refuerzos de ambos lados, los agentes federales quedaron bajo arresto. Poco más tarde, en las instalaciones de la Estación Delicias, la antigua penitenciaría de la ciudad, sus compañeros intentaron rescatarlos por la fuerza mientras los mandos superiores llegaban a un acuerdo.

El tiroteo que se desató dejó un federal muerto y otros dos heridos de bala. Las más altas autoridades del municipio, el estado y la federación maniobraron durante meses para darle sustento a la versión de un percance nacido de la tensión, pero fracasaron. La colusión de la policía en el tráfico de drogas sería permanente desde aquel momento, y dejaría de ser botín de una sola corporación.

En agosto de 1992, un dato del entonces subdelegado de la Policía Judicial Federal, Gonzalo Anell Bautista, pudo tomarse de referencia para comprender un poco las dimensiones de los dividendos que podían alcanzarse. Según el policía, cada semana se movían por la ciudad unos 20 kilos de heroína base, lo suficiente para abastecer cualquier aspiración de compra que se tuviera.

“El consumo de heroína se ha intensificado en los últimos meses por esta ciudad”, dijo. “Es más fácil obtener un gramo de heroína que uno de cocaína o mariguana”.

Las declaraciones parecieron a muchos un desplante de cinismo, cuando el subdelegado dijo que no le interesaba ir por los vendedores de otras drogas distintas a la heroína. Fuera de corrupciones, el dato era real. El tiroteo de 1996 confirmó al menos la enorme demanda señalada por ese funcionario, y una década después ya no se trata sólo de ganancias e intervenciones de policías en el negocio.

El desbordante mercado ilegal fue suficiente para cualquier autoridad que pretendió, con distinto grado de obsesión o interés, subvertir sus dinámicas. Diez años después de aquel duelo de poder, la ciudad sucumbe al crimen y la violencia y, dicen los especialistas, lo que viene será peor.

Por lo pronto, el consumo alcanzó a los niños, y lo mismo hizo el tráfico. Algunas investigaciones descubrieron que menores de 13 años forman parte de las redes de distribución en casi cualquier colonia, y establecieron vínculos entre violencia intrafamiliar y abuso de drogas como la cocaína, la preferida de las mujeres.

“La violencia en la ciudad no es gratuita, nos habla de que el mercado de la droga está abierto para quien quiera”, dice Alma Rosa González, la directora de Compaz, una organización civil que en dos años atendió a 185 mujeres usuarias de cocaína, 90 por ciento de las cuales sufrieron algún tipo de abuso en su infancia.

“Al final, el gobierno no le ha apostado a las adicciones. No sé si porque afecta a los intereses que se mueven más arriba o porque piense que es una población que no merece ayuda”.

Los cálculos sobre la gravedad del problema son cada vez más acertados. Por un tiempo, los investigadores tomaron como referencia las mediciones del gobierno, pero al iniciar sus propias indagaciones se dieron cuenta de la pobreza de esos datos.

La manera en que se han ido aproximando a la realidad, es mediante la observación del lado más dramático del consumo: la violencia infantil.

Durante meses, el investigador de la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, Hugo Almada, recopiló informes y testimonios de niños maltratados en colonias populares. El resultado fue sobrecogedor.

En el 70 por ciento de los casos detectó alguna forma de violencia física, y como detonante principal el consumo de cocaína y alcohol entre los padres.

“Un hogar en donde se consume coca, es un hogar degradado”, dice. “Eso lo he visto también como terapeuta; es un componente del enorme desgarre social de Juárez. La violencia intrafamiliar se ha disparado, viéndolo de manera general, a partir del consumo”.

Las mismas investigaciones sirvieron para dimensionar la pobreza de las instituciones de gobierno. Lejos de un desarrollo, instancias como el DIF han dejado de atender esos enormes volúmenes de maltrato.

Si bien la mayor parte del presupuesto que recibe la dependencia es destinado a tratar casos de desintegración familiar y abuso infantil, está muy lejos de solventar situaciones, ha dicho el director Ernesto Moreno.

“La mayor parte del presupuesto que manejamos es para paliar los saldos negativos de la desintegración familiar”, dijo. “Aunque, bueno, eso de curar los saldos es un decir porque apenas somos una aspirina para un enfermo de cáncer. El nombre de Desarrollo Integral de la Familia nos queda grande”.

La Granja Hogar es el único albergue que todavía opera la dependencia. Allí se recibe un caso diario de abuso contra menores de edad, y en casi todos se registra el consumo de droga, principalmente entre las madres.

Son casos de todos los días que sin embargo no se ven hasta que la televisión los expone. En uno reciente, el miércoles 23, las imágenes del rescate de tres niños de un picadero levantó algo de reacción ciudadana. Los niños se hallaban en un cuarto donde había un gato muerto y heces fecales, además de las jeringas con que la madre y su amante se inyectaban heroína.

“Las fronteras son el blanco de las adicciones. Y debemos preguntarnos qué futuro tendrán todos esos niños”, dice Alma Rosa González, la directora de Compaz. “Es por eso que la gente dice que no nos hubieran traído la maquila, pero no es eso: lo que faltó traer fueron proyectos que nos permitieran un desarrollo social”.

El vínculo entre violencia infantil y consumo de cocaína es una prioridad para González, quien ha comenzado una investigación “más profunda”, dice, que luego permitirá el diseño de nuevas estrategias de contención.

“Una mujer usuaria de cocaína es por lo regular una madre abusiva, mayormente porque es más difícil para la mujer canalizar la agresividad. El hombre como quiera se va con sus cuates, pero la mujer se queda en casa, mala madre, si quieres, pero ahí está y llega el momento en que explota”.

La violencia no se queda en las casas. En los hechos, la mayoría de los desórdenes y delitos en la ciudad los cometen individuos intoxicados con alguna droga, dice el director de la policía municipal, Juan Antonio Román García.

La heroína es un componente detrás de actos de prostitución entre mujeres, señala, y de robo y asaltos a transeúntes entre los hombres. Pero en acciones de violencia mayor, sus datos indican el dominio de la cocaína y la mariguana.

Cualquier que sea el uso entre quienes alteran el orden público, la dependencia se desgasta en operaciones diversas, ya sea por robo de vehículos, riñas campales, violencia intrafamiliar, asaltos, violaciones o asesinatos.

Es algo que en teoría no debería pasar. Igual que muchos ciudadanos, Román sabe perfectamente la forma en que operan los vendedores de droga y además posee una radiografía diaria y exacta del comportamiento delictivo. Pero los señalamientos de la ley delimitan funciones y a ello hay que añadirle la dosis de corrupción que corresponde a cada cuerpo de policía, dice.

“Definitivamente no se ha hecho lo correcto, o no se ha hecho lo que se debe de hacer. Quizás ha faltado interés de parte de las autoridades correspondientes por erradicar este problema, porque definitivamente todo problema tiene una solución”, dice. “Tampoco pretendo decir que no existe ningún tipo de corrupción, porque eso se da en cualquier corporación policíaca”.

La corrupción de policías hace tiempo que rebasó el estatus de la sospecha. No solo el ciudadano común está convencido de su intervención directa en el negocio, sino también investigadores, funcionarios y políticos.

“La participación de los cuerpos policíacos en las actividades del crimen organizado es total y absoluta”, dice césar Jáuregui, el coordinador de los legisladores del PAN en el Congreso local.

Jáuregui, quizás como ningún otro legislador, ha sostenido por años que el ex procurador de Chihuahua, Jesús Solís, era en los hechos quien controlaba el tráfico de drogas, y también sostiene que los grupos locales han sabido sostenerse a partir de negociaciones con el gobierno de Vicente Fox.

“Tu no encuentras en estos dos sexenios que hayan tocado ni con el pétalo de una rosa al crimen organizado que representa el cartel de Juárez”, dice. “Yo señalaba alguna vez en tribuna que ni siquiera los hampones de medio pelo del cartel han sufrido las consecuencias por parte de la autoridad. Y esto pasa por una evidente negociación con el Estado Mexicano. De eso no tengo ninguna duda”.

En las redes de distribución local, quizás lejos de esos negocios de altos vuelos que presume Jáuregui, las cosas operan con eficacia similar desde hace muchos años.

La corrupción es un señalamiento que a ninguna autoridad le ha caído nada bien, y una de las respuestas ha sido la de pedir a la sociedad lo que ellos mismos consideran un acto de civilidad: delatar a los delincuentes para luego apresarlos.

Es un juego peligroso y por lo tanto sin acuso de recibo.

En enero de 2001, una adolescente de 17 años y su hermana de cinco fueron secuestradas por cuatro individuos. Quien planeó el crimen fue un hombre llamado Félix Martínez Arredondo, dijo la policía. Lo que hizo fue ejecutar una venganza en contra de la madre de las menores, quien dos años antes lo delató como distribuidor de drogas.

La adolescente pudo escapar mientras sus captores se drogaban, pero los delincuentes se deshicieron horas después de su hermana arrojándola desde un auto en movimiento, con las manos atadas por la espalda. La niña casi muere a consecuencia de unos policías que delataron a la madre en su denuncia.

“Ahora hablamos de una guerra de poder”, dice la directora de Compaz, que tiene 55 años y dice haber vivido en tiempos en que la única distribuidora protegida de la policía era Ignacia Jasso, La Nacha, una traficante de heroína de hace cuatro décadas.

“La lucha de poderes, la lucha del crimen es tan grave, que quien la está padeciendo es la sociedad. Dime, ¿quiénes son algunos de los sicarios de los dueños de la droga? Los chavos del barrio, los pandilleros. ¿Y cómo los reclutan? Dándoles drogas. Es un círculo perfecto”.

Pero el consumo no necesariamente es un problema para el individuo, dice Paola Ovalle, una investigadora sobre fenómenos de narcotráfico de la Universidad Autónoma de Baja California.

“Se empieza a integrar cada vez mas en este tipo de estudios conceptos como el de consumo recreativo, que en sí no soporta la carga simbólica de problema social”, dice.

A eso habría que añadirle un par de consideraciones. La primera, que la adicción es una responsabilidad y construcción del individuo, pues “no es tan fácil convertirse en adicto, incluso de drogas duras como la heroína y la cocaína” y, segundo, los individuos no se transforman en adictos al margen de los procesos socioculturales en los que viven.

“De estos puntos se deriva la idea de que para entender los factores en la consolidación del consumo en una ciudad o región, las explicaciones no se deben seguir buscando en los poderes adictivos de las sustancias sino en los contextos socioculturales en los que se da el consumo”.

Concretamente, dice Ovalle, las políticas y las ofertas culturales y creativas de cada ciudad, los diferentes circuitos de consumo de drogas ilegales relacionados con fenómenos globalizados a los que las ciudades fronterizas, por su misma condición de límite son especialmente sensibles, y la institucionalidad, es decir, “el cumplimiento o incumplimiento de las normas sociales y la situación de instituciones como la familia y la escuela”, son determinantes.

El consumo no radica sólo entre pobladores del poniente o la clase obrera, algo que una parte de los ciudadanos ligan automáticamente cuando se habla de “picaderos”. De hecho, el estrago en las clases pudientes y medias comienza a dejar sus propias herencias.

“Hay que ver el otro escenario, el de los jóvenes con posibilidades, con estudios, con Internet, con relaciones de mayor “intelecto”, con el acceso pleno a aprender la vida criminal más sofisticada”, dice Alma Rosa González.

“El panorama es grave porque te das cuenta que esos jóvenes están consumiendo cristal que consiguen por Internet, y así es también como se les contacta para adentrarlos en el tráfico de la droga. Ya no veo mucha diferencia entre los consumidores. O sí, una: el dinero”.

El mercado local es inmenso, millonario. Aunque nadie tenga un estimado del volumen de droga que se coloca diariamente en las calles, hay muchos otros indicadores de que así es.

“Hay que ver las calles”, dice la directora de Compaz. “Cualquiera que camine por el centro verá fincas abandonadas, edificios inmundos en donde vive gente, y toda esa es gente que se droga”.

Paola Ovalle, la investigadora de la UABC, tiene otras tablas de medición.

“Yo creo que el principal elemento para identificar la derrama de dinero que se deriva del narcomenudeo interno, es la propia dinámica del comercio de drogas ilegales al interior de estas ciudades”, dice.

“Basta con explorar los factores de localización de los establecimientos de narcomenudeo, conocidos en estas ciudades como tienditas y picaderos para observar que se ubican en la geografía urbana siguiendo las mismas lógicas de cualquier otro tipo de bien menor. En otras palabras, el narcomenudeo en estas ciudades responde a los mismos factores que explican la localización de cualquier comercio minoritario”.

Muchos otros elementos sirven para medir el tamaño del mercado: adictos, policías, ejecuciones, vehículos, armas y hasta la jerga del negocio.

“Evidentemente que Juárez manifiesta un alto consumo de drogas, lo cual cada vez se hace más evidente en virtud de los decomisos tan frecuentes que estamos realizando”, dice el director de la policía municipal, Juan Antonio Román García.

Y para ello no hay posibilidades de triunfos policíacos ni de programas sociales.

“En un primer nivel el principal elemento que podría interrumpir este asenso del tráfico y del consumo en nuestro territorio, sería la exploración de mecanismos de despenalización del tráfico y el consumo”, dice Ovalle. “Sin embargo, siendo realistas y reconociendo los intereses y las fuerzas que están en contra de esta salida, se puede afirmar que un escenario de despenalización no se ve en un futuro cercano y que mientras tanto los altos costos se seguirán pagando en naciones, regiones y ciudades que como Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez, son epicentros fundamentales en el tráfico transnacional”.

El tiroteo entre policías municipales y federales de 1996 fue en muchos sentidos un suceso que permitió ver, sin grandes obstáculos, la forma en que el tráfico interno tiene sus propios controles policíacos.

Los meses que siguieron al enfrentamiento, un teniente de policía llamado Natividad Pérez Trejo no cesó de denunciar la manera en que los capitanes de la dependencia vendían protección a los dueños de los picaderos. Nadie quiso escucharlo. Desde el alcalde hasta el jefe de policía le dieron la espalda y fue despedido.

Cinco años después, en marzo de 2001, Pérez fue detenido por ordenes de un juez que halló elementos suficientes para abrirle un juicio por abuso de autoridad y otros delitos simples, presuntamente cometidos durante el enfrentamiento contra los federales.

La barra dura de los capitanes, a la que se llegó a conocer como “mafia”, es algo del pasado, dice el nuevo director de policía. Decirlo con todas las letras, asegura, tiene sustento en una supervisión constante de todos ellos.

“Cuando vemos que se está presentando cierta incidencia en un cierto horario y que hay un capitán determinado que no nos está funcionando muy bien, bueno, pues creemos que a lo mejor está cayendo mucho en la rutina y que le está faltando mucho interés a su trabajo y en ese momento hacemos un cambio hacia otro distrito, con otro director operativo, para que lo mueva”.

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