Es mexicano de origen y gringo de corazón. Antonio Villaraigosa ascendió a la alcaldía de la segunda ciudad más importante de los Estados Unidos jugando un juego magistral: defendió calculadamente sus raíces al tiempo que proclamó su estilo de vida americana. Eso lo llevó a la alcaldía de Los Ángeles, el laboratorio en el que habrá de terminar su mutación a político del nuevo siglo californiano.

Es sábado y en los jardines de la Roosevelt High School hay más gente que nunca. Alumnos y visitantes caminan de un lado a otro, en busca de novedades literarias y antojitos mexicanos. Se ven eufóricos. En un extremo del enorme patio se desarrollan suertes de charrería, y el ánimo de fiesta popular lo complementa una pareja de payasos montados en zancos. La escuela celebra una segunda feria del libro y decidió aventar la casa por la ventana.

No siempre fue así. Hace menos de cuatro años el pobre nivel académico y el lamentable estado del inmueble, fueron un pretexto para que el gobierno de California intentara asumir el control despojando de cualquier autoridad al Distrito Escolar de Los Ángeles. Entonces la dirección tuvo una idea brillante: decidió constituir un comité con ex alumnos notables, y con ellos fueron capaces no solamente de eliminar la amenaza del gobierno, sino de emprender un camino que los lleva de vuelta a recuperar el prestigio que alguna vez tuvo la escuela, la segunda más grande en toda la Unión.

El éxito fue todo, menos una casualidad. Entre un grupo de empresarios multimillonarios, que lo mismo residen en Japón que en la costa Este de los Estados Unidos, la figura de Antonio Villaraigosa fue decisiva en los propósitos de la preparatoria. Este hombre, que adolescente interrumpió sus estudios en la misma escuela, reunía los elementos necesarios para encabezar por sí solo la cruzada de la Roosevelt High School.

En su desempeño como asambleísta del estado, en la segunda mitad de la década de 1990, fueron históricos sus logros a favor de las escuelas, y desde que formó parte como miembro del Consejo Municipal de la Ciudad, tras fracasar en su primer intento por obtener la alcaldía en el 2001, la educación fue uno de los ejes de su campaña política, que finalmente lo llevó a ese puesto en mayo de este año.

Actuó vigorosamente y fue atento a cada una de las demandas de la nueva administración, dice Alicia Enriquez, la subdirectora de la escuela. “En realidad, él y el resto de los miembros del comité sienten un gran orgullo por haber egresado de aquí. Así que la tarea de comprometerlos en las obras para embellecer el plantel, fue sencilla”.

Puede ser cierto. El caso es que el hoy alcalde de Los Ángeles, la ciudad con mayor cantidad de latinoamericanos en todo el país, maniobró impecable en sus actividades políticas dentro del comité. Los cinco mil alumnos de la escuela, 96 por ciento de los cuales son de ascendencia mexicana, vieron brotar agua de una fuente que antiguos estudiantes judíos y asiáticos construyeron en la década de 1920, y que en su remodelación fue trabajada con cantera y talavera traída desde Jalisco.

“Es parte de nuestras raíces”, dice la subdirectora, quién egresó de ahí mismo en 1964, pocos años después de emigrar desde Torreón, en Coahuila México. Todo en la Roosevelt se mexicanizó. La banda escolar es una mezcla de mariachi y Son veracruzano, y el consulado de México ha visto un escenario perfecto en ella para distribuir libros que promueven la cultura del país. La feria del libro de ese sábado fue también, en los hechos, una fiesta por la cultura y el origen, y el acento en el triunfo de Villaraigosa.

“Antonio siempre estará con nosotros”, sostiene Enriquez. Es probable. Los ecos de la campaña prevalecen. En las casas frente a la escuela la propaganda política luce radiante, clavada en el césped, como una muestra de que la lucha no fue en vano: el 84 por ciento del voto hispano lo favoreció en la contienda del 17 de mayo, cuando vengó su derrota de hace cuatro años ganándole al mismo James Hanh.

Hijo de inmigrantes mexicanos, Villaraigosa ha dicho que no olvida quién es ni de dónde viene. En su antigua escuela le creen, y muchos de los mexicoamericanos que votaron por él, parecen no haber hallado un falso sentido de la identidad en esas palabras que manejó antes y después de la contienda electoral. La “mexicanidad” del político es, sin embargo, un atributo hecho más que nada por la clase gobernante de México, quien cree haber encontrado en Villaraigosa al mediador que hacía falta para volver realidad muchas de las peticiones a Washington.

La vida que se ha tejido en torno a la figura del alcalde de Los Ángeles es una historia de consumo inmediato: la del niño pobre que vive en el seno de una modesta familia del Este de la ciudad, cuyo padre alcohólico ejerce violencia física en contra de la madre, y decide abandonarlos cuando él apenas cumplió cinco años. Después de eso, en una caminata como la de Jesús por el desierto, ese niño sortea los obstáculos de una ciudad adversa hasta convertirse en la joven promesa de la política regional.

“El de Antonio, es un compromiso real, sincero”, dice Giev Kashkooli, un inmigrante iraní que dirige los asuntos políticos dentro de la Unión de Trabajadores Agrícolas que fundó César Chávez. “En verdad su nivel de liderazgo lo ganó por su capacidad de saber lo que es justo, o no lo es”.

Kashkooli trabaja esa mañana de junio en un viejo y empolvado despacho ubicado en Beverly Boulevard y Hillview, al Este de la ciudad. Es un complejo desaseado, lleno de cajas con documentos y hojas de árbol amarillas y secas esparcidas por el piso, que dan pauta al cambio de domicilio que habrá en unos días. Kashkooli es amigo personal de Villaraigosa desde hace años, y basa lo que piensa sobre el político en una larga trayectoria de apoyo a movimientos de la Unión que ellos proclaman como justos.

“Antonio continúa con el espíritu de César Chávez: también posee un liderazgo que puede sentirse en el resto del país y en diversos grupos étnicos. En realidad creo que puede administrar la ciudad para reducir el número de marginados”, dice.

Hace cuatro años Villaraigosa estaba igualmente comprometido en campañas como las que testificó Kashkooli, pero centró demasiado interés en resaltar sus orígenes raciales, lo que al final le costó la derrota ante Hanh. Es lo que dicen los analistas políticos.

Fue una dura lección. O así parece, opinan también quienes lo han seguido de cerca. “Hace cuatro años tenía una personalidad un poco exuberante, folclórica. Y hoy es un tipo mucho más sobrio”, dice Jazmín Ortega, una de las reporteras del diario La Opinión, que cubrió su campaña política.

De la historia oficial se omiten detalles sobre el pasado. Se mencionan un par de hijas procreadas en su juventud, cuando vivía su vida loca, su vida en el barrio, aunque jamás se les identifica plenamente. En cambio se reconstruye la imagen de político decidido a partir de su matrimonio con la maestra Corina Raigosa, en 1987. De esa unión, a parte de dos hijos –Antonio Jr y Natalia-, nació el hombre nuevo que sustituyó a Antonio Villar.

“En realidad creo que él no piensa tanto en cómo va a ayudar a los mexicanos o a los pobres. Más bien creo que busca su propio futuro político”, dice Blanca Montoya, una inmigrante mexicana que radicó en el Este de Los Ángeles en la época en que el político cambiaba de apellido. Montoya, hoy de 45 años, fue estudiante de la Garfield High School, la eterna rival de la Roosevelt High, pero dice que en su juicio no hay tintes antagónicos. “Es simplemente lo que pienso”, afirma.

Villaraigosa mesuró sus palabras y acciones después de perder la alcaldía en el 2001. Todo en pro de su futuro, dicen algunos. Elementos les sobran para creerlo. Los resultados electorales indican que recibió 84 por ciento del voto latino, contra 16 por ciento en favor de Hanh. Pero dentro de ese grupo, la mayor incidencia de electores se concentró entre los naturalizados y no entre quienes nacieron en el país, como el propio candidato.

Hacia dentro de los grupos hispanos o entre las comunidades mexicanas y centroamericanas, Villaraigosa parece ser uno y fuera de ellos, otro muy distinto. Es la impresión que deja en el ciudadano común. “Es algo que me parece que debe hacer por estrategia. La ciudad no puede gobernarse sin estrategia”, dice Isabel Briones, una mexicana naturalizada estadounidense que estuvo casada con uno de los integrantes originales de la Unión de Trabajadores Agrícolas, en Calexico, al sur de California.

Michel Bustamante, un consultor del Programa de Registro y Educación de Electores del Suroeste lo explicó mejor, en una entrevista los días posteriores a la elección del 17 de mayo: “Este enfoque de coalición multirracial es una receta sólida para el éxito. La última vez que vimos algo parecido fue hace 30 años, cuando fue elegido Tom Bradley, el primero y único alcalde afroamericano hasta la fecha en la historia de Los Ángeles”.

Bradley, elegido en 1973, fue parte del discurso de agradecimiento la noche del 17 de mayo, cuando Villaraigosa se proclamó alcalde de la ciudad. La comunidad negra, que representa el 10 por ciento de la población de la ciudad, dividió esta vez su voto y con ello contribuyó al triunfo sobre Hanh. La estrategia no falló: los afroamericanos menores de 44 años votaron mayoritariamente por Villaraigosa, en un 59 por ciento. El alcalde fue también convincente con la comunidad blanca, que votó 50 y 50, una estadística que no sorprendió demasiado. Al final, la suma de votos de negros y latinos hicieron la gran diferencia.

Gieve Kashkooli, el iraní de la Unión de Trabajadores Agrícolas, fue pieza importante en la campaña a favor del nuevo alcalde, como también el principal periódico hispano de la costa Oeste, La Opinión, que Villaraigosa dice haber repartido en su niñez. “Si esta vez no votas”, decía la propaganda que distribuían todavía el 17 de mayo los trabajadores de la organización, “será imperdonable”.

Menny García no habla español. Tampoco su primo que ese día lo acompaña. García tiene 39 años, un tatuaje con las siglas LA en la pantorrilla derecha y una barba de candado perfectamente recortada. Toda su vida ha vivido junto a su madre y una hermana en la misma casa, muy cerca del 1100 de la avenida Hazard. Su casa tiene un techo de doble caída y fachada recubierta de madera en color celeste. En la puerta principal ondea una bandera de los Estados Unidos. Sabe quién es Antonio Villaraigosa, pero le sorprende enterarse que fue su vecino.

City Terrace es un barrio del Este de Los Ángeles. El barrio que habitó el alcalde en su edad temprana, cuando la historia dice que la familia sufrió el abandono del padre. Es conocido porque allí se consigue cualquier tipo de droga y porque es difícil transitar una vez que se mete el sol. Las pandillas se adueñan de las calles, como casi toda la zona y el centro de la ciudad. García penetra a la casa y pregunta a su madre si sabía que Villaraigosa fue un antiguo vecino. Ella tampoco sabe nada.

“Es difícil saber algo así”, dice, no tanto porque le falte ver noticiarios de televisión o leer periódicos. Se justifica con una realidad rotunda: “Aquí la gente que vivía hace 30 años ya no es la misma, se cambió de lugar. Ahora City Terrace está llena de mexicanos nuevos, que han llegado en los últimos años. Así que es difícil saberlo”.

Es verdad: En un complejo de departamentos de Eastern y la avenida City Terrace, los habitantes son relativamente nuevos. Nadie sabe y a nadie le importa que el alcalde haya vivido allí. “Eso qué”, dice Gloria Muñoz, una mujer que tiene ocho años en el vecindario. “No creo que nos beneficie o nos perjudique. Total, ese fue su pasado y hoy vive en otro lugar”.

El desplazamiento de los antiguos habitantes del barrio, chicanos de segunda generación casi todos, fue motivado por un par de condiciones: el crimen y la pobreza. Víctor Sotelo es sargento en el Departamento del Sheriff. A él le tocó patrullar en sus inicios esa parte de la ciudad, en 1984. “Antes era una zona difícil, por las drogas y por las gangas. Pero lo que ocurre hoy es todavía peor: las drogas han cambiado mucho y las gangas también; ya no hay respeto por la vida ni por los mayores. Es más peligroso hoy”, dice, sentado en una banca con sombrilla en el apacible jardín del Departamento de Policía en Norwalk, donde hoy tiene su base.

Villaraigosa prometió pugnar por la incorporación de mil 300 agentes más para el Departamento de Policía de Los Ángeles. El crimen y las pandillas son un tormento que se combina con la deserción escolar, que es del 50 por ciento, y que afecta directamente a latinos y negros. Sotelo cree que Villaraigosa es honesto en sus pretensiones. Él mismo nació de padres mexicanos en el Este, y quiso ser policía porque dice que creció viendo injusticias a su alrededor. Es decir, lo mismo que expresa el alcalde. Pero las cosas no son sencillas. “Hay mucha gente que no sale a la calle porque le teme a las gangas, y eso es difícil de cambiar”.

Menny García y Gloria Muñoz viven en las inmediaciones del parque de 14 acres que tiene la colonia. El City Terrace Park cuenta con un centro comunitario, un domo, dos campos de béisbol, alberca, canchas de tenis y básquetbol, zonas para acampar, asaderos, sala de computadoras y un área de juegos infantiles. El proceso de remodelación, concebido para conjurar la violencia y el crimen en las calles, comenzó en 1994, el año en que Villaraigosa llegó a la Asamblea de California. Pero en la historia nueva del parque no se le menciona jamás.

Cuatro décadas atrás, el lugar era otro. Tenía una dimensión cinco veces menor y era más bien un paraje semidesértico, con arenales para que jugaran los niños, un pequeño edificio recreativo y un deslucido campo de béisbol. Nadie sabe si el alcalde jugó ahí de pequeño, pero en Los Ángeles todos hablan de sus logros en zonas similares. En el 2002 fue capaz de reunir a seis mil voluntarios que plantaron árboles, borraron dos y medio millones de pies cuadrados de graffiti sustituyéndolos por murales, y obtuvo fondos por tres millones de dólares para construir un parque ecológico en Ascot Hills.

En la pared principal del gimnasio del City Terrace Park, Paul Botello, un reconocido artista local, pintó en el 2000 el mural Inner Resources (Recursos Internos). Lo hizo por invitación de Gloria Molina, la entonces presidenta de la Junta de Supervisores del Condado de Los Ángeles. Con él colaboraron muchos residentes del barrio. Estudiantes, sobre todo. Al final la obra cubrió una superficie de 82 por 36 pies. “He tratado de expresar el alcance y plenitud del alma de nuestra comunidad, y crear una épica en movimiento de nuestro tiempo y ámbito. Es una obra de arte creado por y para mí comunidad”, dijo Botello el día que la inauguró.

Igual que el sábado de la feria del libro en la Roosevelt High School, ese día el parque vivió su propia quermés. Hubo poesía, música, danza y comida. Pero era una comunidad y fecha distintos. No había votantes para pescar. Villaraigosa o su espíritu, no aparecieron por ninguna parte.

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