¿Qué pasa en los pueblos abandonados por millones de migrantes? La respuesta es simple: se condenan a la desaparición. Pero, ¿qué pasa mientras llega el final? “Hay que prepararse para el dolor”, dice el sacerdote Ramón Bustillos, a quien un policía de Oklahoma le mató a su sobrino de 15 años con un balazo en la cabeza. El drama no sólo ocurre cuando se atraviesa el desierto. En los hechos, se extiende hasta que la vida termina, ya sea en el pueblo de origen o en la ciudad conquistada.

Las proximidades de la Laguna de Bustillos, en el municipio de Cuauhtémoc, convierten en una tarea difícil el ejercicio de la imaginación. El escenario de grandes extensiones desoladas y sin vida aparente es sin duda el mayor obstáculo para recrear un mundo completamente distinto. Pero esa fue una de las zonas más vegetadas de la región, y los habitantes quisieron dejar constancia de ello al bautizar uno de sus ejidos con el nombre de La Selva.

“Era muy bonito todo, oiga: había mucha vegetación, mucha agua, todo estaba muy verde”, dice Luciano Chacón, un anciano prematuro a sus 63 años, que a la vez integra el grupo de los últimos seis habitantes del ejido.

Desde la puerta frontal de su casa de adobe, en la cumbre de una colina, se domina un páramo inmenso sobre el cual nacen torbellinos de manera constante. Tres décadas atrás, las aguas de la laguna llegaban hasta la vivienda de su vecina, una viuda de 69 años que hoy espera la muerte, según dice Chacón. Eran tiempos vitales, que sin embargo no bastaron para contener la migración de los más jóvenes.

Con 40 kilómetros de superficie original, la laguna es hoy un hueco lamentable. Está seca en más de la mitad y otro 30 por ciento es un compuesto de lodo que pierde humedad. Sólo el restante 20 por ciento concentra agua, en niveles muy bajos. Algunos expertos dicen que la operatividad de una planta de papel y las descargas constantes del municipio fueron causantes de la contaminación que terminó con ella.

Al tiempo que caminaban los procesos de la Planta Celulosa, una gran exportadora a la que siempre se tomó como modelo de la alta competencia empresarial, la política económica de México postró en el atraso irreversible a La Selva, igual que a muchas otras comunidades a lo largo del país.

Los hijos de Chacón debieron irse por necesidad, porque allí no encontraban trabajo ni forma honesta de sobrevivir. Él mismo, igual que su padre, emigró en su juventud hacia los campos de cultivo de los Estados Unidos, en una peregrinación que parece distinguir a una vasta zona rural de Chihuahua, y que al mismo tiempo marca diferencias enormes respecto al fenómeno actual.

“Antes uno se iba por temporadas, unos dos o tres meses si mucho. Se iba por algo de dinero y uno volvía para pasarse el resto del año con su familia”, dice.

El cambio en los patrones migratorios ha puesto las cosas en otro orden. Ahora los hijos de esa generación avejentada practican un éxodo distinto. Ya no son idas de unas cuantas semanas. Con el tiempo, también, han comenzado a llevarse tras ellos a sus mujeres e hijos hasta dejar pueblos condenados a la extinción, en donde no solo mueren las plantas, sino también cada uno de los viejos que fueron quedándose.

La conversión a pueblos fantasma es sólo un perfil cruel de la migración. Para este hombre resignado a su suerte, eso está claro: de sus cuatro hijos varones tres están en prisión, acusados de crímenes graves. Él cree probable que no volverá a verlos, y por eso se tortura con imposibles.

“Ahora que pienso las cosas, oiga, creo que mejor me hubiera quedado aquí a trabajar como sea la tierra. Estaríamos muy pobres, pero juntos”.

Emigrar así, dice un estudio de Rodolfo García Zamora, de la Universidad Autónoma de Zacatecas, se ha convertido en la manifestación más brutal de la pobreza.

“Si bien la migración ha sido un fenómeno histórico en las relaciones entre México y Estados Unidos es innegable que nuestra estructura económica se ha visto severamente convulsionada por la drástica reorientación de nuestra economía hacia el mercado internacional, que se inicia en 1982”, expone. “Por lo que ahora la migración se ve como un recurso de sobrevivencia para millones de mexicanos. En estas circunstancias, la migración se ha convertido en un rostro cruel de la pobreza”.

Desde comienzos de la década de 1990, diversas mediciones, académicas y oficiales, distinguen a 109 municipios, de 2 mil 400 que tiene el país, como los principales centros expulsores. El debate sobre si tratados comerciales como el firmado en 1994 con Estados Unidos y Canadá fueron el detonador, no ha perdido intensidad.

Jeffrey Jones es un senador de la derecha mexicana que preside la Comisión de Asuntos Fronerizos. Para él, la firma del TLCAN no es origen del fenómeno migratorio, sino la cultura “antiempresarial” que, afirma, anida en el país.

“La causa de la migración son las políticas económicas que hemos manejado durante muchos años. Hemos sido un país adverso a lo que es el empresario: en este país el rico es malo y el que no tiene dinero es santo. Por lo tanto, México es uno de los países más difíciles para desarrollar una empresa”, dice al final de un debate político en la ciudad de Cuauhtémoc, donde estableció su centro de operaciones en busca de una diputación federal que al final perdió.

Jones es un testigo no sólo de la debacle rural, sino de los efectos adversos del tratado comercial, pero nunca ha aceptado eso como origen del fenómeno.

“Aquí en México”, sostiene, “la política es la industria de la pobreza. El congreso sigue con sus chirinolas y no con los temas prioritarios del pueblo mexicano. El Congreso está completamente dormido, y eso es parte de las tendencias políticas que hemos tenido en este país”.

El senador del PAN ha mantenido a través de los años un discurso controversial, justo por esa tesis. En momentos donde la clase política mexicana ha sancionado la utilización de balas de pimienta entre miembros de la Patrulla Fronteriza de los Estados Unidos, o la construcción de muros en algunos tramos de la división territorial, Jones festejó las iniciativas.

“Yo encantado de que se haga un muro que frene la fuga de talento humano de nuestro país”, dice. “Pero sé que esas soluciones no funcionan en el largo plazo. Tenemos que ir al origen del problema, y el origen está en México. ¿Porqué no podemos generar fuentes de trabajo en este país tan diverso y tan rico? Cómo andas promoviendo que la gente se vaya”.

Al margen de polémicas, la emigración mantiene un ritmo impresionante, de casi medio millón de individuos por año. En los hechos, es una peregrinación dramática, cuya estela escapa al escrutinio de los políticos.

Duelos en la distancia

El disparo fue preciso. Víctor Bustillos Burrola, de 15 años, murió en el instante mismo en que la bala penetro por la nuca, destrozándole el cerebro. Fue un final inesperado, dice su tío Ramón Bustillos, que oficia como sacerdote en una parroquia de Aguascalientes. Lo mató un policía que actuó justo cuando el menor accionaba su arma contra un grupo de pandilleros negros, rivales suyos, en el interior de un centro comercial de Oklahoma City.

“Mi hermano vivió engañado: nunca supo los pasos en que andaba su hijo”, dice el sacerdote, y sus palabras resuenan en la bóveda del único templo católico que existe en La Quemada, su pueblo natal en el municipio de Rubio. “Ellos se fueron buscando un sueño americano, y nunca les llegó”.

La comunidad es más grande que La Selva. En ella viven unas 200 personas, y además de la parroquia cuentan con cementerio. Es un pueblo de calles de tierra y fincas de adobe, surcado por un arroyo que en tiempos de lluvia suele dividirlos por la mitad. Hay dos escuelas, un kínder y una primaria, arboladas y algo de ganado pastando en los campos adyacentes.

Hasta que cumplió siete años, Víctor Bustillos vivió en la casa de sus abuelos paternos. Meses antes, en enero de 1999, Arnoldo Bustillos y Valeria Burrola, sus padres, decidieron emigrar a la ciudad destino de todos los que se han ido del pueblo, la ciudad de Oklahoma. Ella iba embarazada de su segundo hijo, pero aún así decidió aventurarse sin documentos, animada por la idea de un futuro mejor.

Antes del año, Arnoldo pudo reunir los dólares necesarios para mandar por su hijo. El proceso fue tan natural para una comunidad habituada a mudarse de país y de costumbres. Pero si la mentalidad va transformándose por necesidad, nunca se está listo para un final tan descarnado, dice el sacerdote.

“El dolor que provoca la migración es algo muy común, desgraciadamente. El rompimiento familiar produce dolor, se llora. Y sin embargo, parece que se va volviendo algo común entre la gente: de hecho las familias jóvenes que se han quedado aquí ven eso como una posibilidad de sus hijos, de que crezcan y se vayan de aquí, y entonces se van preparando para ese dolor, para la separación”.

El drama de su familia rebasó esos límites. En menos de seis años, Ramón Bustillos dice que su sobrino perdió cualquier vestigio de tradición y raíz familiar. A él mismo, que lo crió, lo veía como extraño. Abandonó el español como lengua primaria y llevó una vida desconocida para sus padres. Así que la noche del sábado 27 de mayo, cuando les pidió dinero para irse a comprar ropa, jamás sospecharon que iba armado y menos que moriría los minutos siguientes.

Esa misma noche cada uno se comunicó con sus padres a La Quemada. Valeria con su padre, Jesús Burrola, de 67 años, y éste a su vez enteró a su esposa Eva Rodríguez, de 64. Tanto ellos como los abuelos paternos de Víctor pensaban trasladarse al día siguiente hasta Oklahoma, por carretera. Antes, Jesús decidió someterse a una revisión médica y para tal efecto acudió a Rubio. Al regreso, la tarde del domingo 28 de mayo, un conocido de la familia que acudió a presentar sus condolencias, impactó de frente la camioneta en que viajaban él y su esposa Eva, y los mató.

“Ellos están en shock, no han asimilado tanto dolor”, dice el sacerdote al final de la misa que oficio en memoria de Víctor, el viernes nueve de junio. A un lado suyo reposa la pequeña caja con las cenizas de su sobrino, y en el pequeño cementerio la tierra fresca forma montículos sobre las tumbas de los abuelos, a quienes sepultaron el día anterior, tras una misa de cuerpo presente que él mismo ofició. A ninguno de los actos pudieron asistir Arnoldo y Valeria, porque son indocumentados.

“Este tipo de cosas son algo que se asimila poco a poco”, agrega. “Creo que la gente que se va, sabe que si tiene familia acá y pasa algo, no van a poder venir. Y esto los va preparando ya para ese momento. Los que se van, ven que sus padres van envejeciendo, saben que en el momento en que fallezcan no van a venir. Lo asimilan poco a poco, así que cuando sucede, no hay siquiera la pregunta de ‘voy o no voy”.

Arnoldo Bustillos es empleado en un taller de servicio automotriz y su esposa asea habitaciones en un hotel. Los dos participaron, junto a unos 10 mil mexicanos, en la marcha que se sumó al movimiento nacional que busca el reconocimiento legal de millones de indocumentados. La versión de cómo murió su hijo no pudo confirmarla. Le dio miedo, dice su hermano. Así que también vio morir sus derechos.

Ramón Bustillos No sólo ha visto el fenómeno migratorio entre su familia o sus paisanos. En Aguascalientes también ha visto desmembrarse familias, que dejan un legado de pueblos habitados con viejos y niños. “Es algo muy fuerte, que en realidad no creo que termine, aunque se construyan muros”, dice. “El censo familiar es muy fuerte, y esto hace que emigren los hombres, pero con esposa e hijos. Y eso es lo que me parece que no se entiende muy bien”.

Incitando a la muerte

En gran medida, los padres de Arnoldo y Valeria viven de lo que mandan sus hijos. Eso los acerca más a Luciano Chacón, que la vecindad de sus poblados. Y también es la historia que comparten con Gloria Bustamante y su esposo, ambos de 48 años.

Los hijos exiliados de Gloria son una mujer de 27 años llamada Lorena, y el mayor de dos varones, Adrián, de 21. Ellos cruzaron como turistas para ya no volver nunca. Los dos se fueron casados, hace siete años ella y justo un año él. Lorena trabaja en una lavandería y gana 7.50 de dólar por hora. Su hermano es pintor y tiene un ingreso mayor, de 10 dólares la hora. Juntos ayudan a sus padres, que viven en La Quemada con el menor de sus hijos, de 17 años, quien se alista para emigrar apenas termine la preparatoria.

“Es tan difícil cuando se van”, dice Gloria, quien funge como enfermera en el único dispensario médico de la comunidad. “Nunca aceptamos separarnos como familia, pero se llega a un punto en el que uno dice: bueno, pues a mis hijos les salieron alas y quieren volar a buscar nuevos futuros que aquí no los van a encontrar”.

Cada que pueden, los tres van de visita con sus hijos. En Oklahoma aprovecha también para ver a otros familiares y conocidos de toda la vida, que ya residen allá. Gloria está segura que con el tiempo terminarán emigrando, porque a pesar de que viven bien con los ingresos que suman ella, su esposo y las remesas de sus hijos, el sentido de la vida es otro, el de la unión familiar.

“Yo creo que es el final, seguir a nuestros hijos, porque, ¿ya qué hace uno solo? El chiste de la vida es disfrutar a los hijos, así que si se van todos, pues nos iremos también”, dice.

Son historias personales que sumadas encuentran justificación a los reclamos del gobierno mexicano para legalizar millones de mexicanos indocumentados. Tan sólo ellos, junto con otros miles de adultos que residen en Chihuahua, produjeron divisas superiores a los 290 millones de dólares durante el 2005, una cifra que en los cálculos de las mismas autoridades, aumentará significativamente este año, hasta sobrepasar los 350 millones de dólares.

En muchos sentidos se trata de una apuesta del gobierno mexicano, que ve en las remesas su segunda entrada de dólares, con los que se cubren necesidades básicas de alimentación, comida y atención médica. Sin embargo, dice el senador Jeffrey Jones, es una apuesta perdida.

“Las remesas llegarán unos 15 años más, mientras mueren los ancianos y los hijos tengan la suficiente edad para también emigrar”, dice. “Entonces lo que pasa es que se está imponiendo esta sentencia definitiva de los pueblos fantasma”.

En el 2005, las remesas conjuntas sumaron 18 mil millones 278 mil dólares, de acuerdo al Banco de México. Se trata de una cifra impresionante si se contrasta con los 2 mil millones y medio de 1990. Eso tiene su contraste con la degradación de la calidad de vida, sobre todo en el campo mexicano.

De 1990 al 2000, el salario mínimo perdió 65 por ciento de su poder de compra y la alimentación en las zonas rurales ha permanecido por debajo de los estándares fijados por la Organización Mundial de la Salud. La desnutrición afecta a más de la mitad de los niños menores de cinco años, dicen cifras del propio gobierno.

“En México hemos visto en las remesas un gran beneficio, hemos sido cortoplacistas, porque los mexicanos de segunda y tercera generación no mandan un solo centavo”, dice Jones. “Las remesas duran más o menos 15 años y luego se acaban, y uno ve el impacto en pueblos como La Quemada o La Selva, que ya son pueblos sentenciados a morir”.

Luciano Chacón no cree que duré viviendo más de 10 años. Aunque se mantiene activo con un empleo de velador en los campos de manzana de Cuauhtémoc, sabe que tanto él como su mujer, pronto habrán de terminar su ciclo. Y lo mismo vaticina, apegado a la pura lógica, para los demás viejos de Las Selva.

“Lo único que nos queda es esperar a morir”, dice sin dramas. “Y con nosotros se muere el pueblo”.

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