Muchos hombres han muerto en más de 100 años de explotación de minas de carbón, en Coahuila. Para ser exactos, uno cada 42 días. ¿Qué pasa en esta región, de 16 mil kilómetros cuadrados, que la vida importa menos que el dinero? Las historias que cuentan sus habitantes ofrecen respuestas increíbles. De aquí se extrae el 95 por ciento del carbón en México, que sirve para dotar de electricidad al 10 por ciento de la población. Y ello tiene un precio: Deja una tierra de luto.El duelo de Gloria Rivas Campos comenzó mucho después de que murió su padre. No tiene una fecha precisa, pero está clara que la conciencia no le llegó la tarde del lunes 31 de marzo de 1969, el momento en el que dos explosiones consecutivas nublaron Barroterán y su madre irrumpió en el patio trasero de su vivienda, donde ella jugaba con sus tres hermanas, para llevárselas corriendo a la entrada de la mina, a la que el pueblo entero se volcaba. Rivas era entonces una niña de cinco años, una edad en la que, ella misma dice, las desgracias se viven por imitación.
“Salimos, me acuerdo, y desgraciadamente así era. La gente corría, como un mar. Ahora ya comprendo, ahora que estoy grande: Era un mar de gente que salía de todos lados y que lo único que habían dicho es que explotaron las minas. La mayoría de nuestros padres y nuestros hermanos estaban ahí, trabajando. Y fue tanto el impacto de mi madre sola… Llega mamá y nos dice: mis hijas, explotó la mina. Mi mamá envuelta en llanto: hijas, no sé si esté su papá”.
Rivas está sentada en un viejo sillón pegado a una pared envejecida, en la pequeña sala adyacente al negocio familiar, una tienda de abarrotes a la orilla de la carretera principal que conduce a La Florida, llamada Casa Guzmán. Ahora es la esposa de Javier Guzmán, cuyo abuelo, Everardo Guzmán Gallegos, fundó ese negocio. Las semanas seguidas a las explosiones, Casa Guzmán permaneció abierta día y noche, proveyendo de latas de sardinas y galletas saladas a todos los que velaron a los 153 mineros sepultados en dos de las unidades pertenecientes a la Minera Guadalupe.
José Rivas Castillo, el padre de Gloria Rivas Campos, murió a los 44 años. Era el encargado de medir los niveles de gas. Los días previos a la explosión, él estaba conciente del nivel extraordinario de las emanaciones. Eso fue lo que les dijo hasta la muerte su madre, quien nunca abandonó el duelo. A dos días del aniversario 39 de aquel lunes fatal, Rivas disuelve algo de sus recuerdos, que es la manera en que finalmente navega con el luto. Sus relatos entrañan tanto dolor como rabia. Dependiendo de la frase las venas del cuello se expanden o sus ojos revientan con lágrimas, endurece la expresión o lo que dice se vuelve áspero por la violencia contenida.
“Transcurrió un mes para que pudieran sacar a papá. No sé si todos sintamos este dolor, de que, ¿pues qué podía hacerse en aquel entonces? Sólo esperar y esperar. Recuerdo que llegaban y nomás nos decía mamá: Mija, ya mero. No, ese mero nunca llegó. Le digo yo a mi esposo, hasta la fecha tengo yo, no sé, coraje, un sentimiento contra las personas. Decía mi mamá: fíjate hija, me decía tu padre: ahí en la mina hay demasiado gas. Pero un tal ingeniero Debez, le decía: a usted que le valga. Hasta ahorita me acuerdo. Siempre, toda la vida lo he tenido, eso que decía mi mamá: A usted que le valga, usted métase”.
Barroterán es un pueblo de viudas y huérfanos, como toda la región, que incluye a tres municipios y decenas de ejidos y poblados con vocación minera. La Cuenca de Sabinas, en el centro norte de Coahuila, concentra los yacimientos de carbón más importantes del país. De ella se sustrae el 95 por ciento que se consume en México y que sirve para generar una décima parte de la energía eléctrica. Es una condición natural que nace en el Jurásico Tardío y que comprende unos 16 mil kilómetros cuadrados,10 veces más que la superficie del Distrito Federal. Lo que ocurre con la explotación de las reservas es el tipo de negocio despiadado que convierte la muerte en algo cotidiano, un desafío tenebroso que ningún obrero evade por necesidad o para no traicionar su condición de hombre, y de la cual se han nutrido empresas, gobiernos, caciques y líderes sindicales.
Barroterán es la casa de Gloria Rivas Campos y el de otras dos mil personas, en cuyas mesas las historias de muerte aguardan el momento preciso para servirse. Los habitantes del pueblo son como el resto en esa zona: viven con sus derrumbes internos pero en la superficie no hay gesto que los delate, hasta que alguien por accidente los hace meterse en ellos mismos para descubrir las ruinas de sus vidas.
El cuarto en penumbras desde el que Rivas vuelve a su niñez es penetrado por la luz del sol de medio día, que entra por la ventana sin cortinas y la puerta abierta de la habitación adyacente: una cocina sin más muebles que una mesa de tres sillas forradas con hule y una estufa vieja, sobre cuyos quemadores se calienta un comal y hierven frijoles en una olla. En el patio trasero, donde una hamaca pende del tronco de dos árboles, su hija resiste los dolores que anuncian el parto, y otro de sus hijos intenta calmar a su joven mujer, a quien se le ha roto la fuente. Ambas parirán ese mismo día, por la noche.
Ella, Rivas, hace caso omiso de los reclamos de su marido, que la apresura para que atienda a las muchachas.
“Mi papá era el gasero. Ahora sé que es el que checaba el gas… A usted que le valga… Digo, qué ingeniero , como hay ahora, ¡qué inconcientes de no medir las consecuencias! De que… Y mi padre también, ahora que recuerdo, ¿porqué no tuvo ese valor de salirse?”. Rivas arrastra las palabras, presiona los dientes, cierra sus ojos. Tiene rabia. “Porqué no tienen ese coraje de arrumbar ese trabajo… Sé que desgraciadamente tiene qué existir, pero al momento que estás viendo tú ese peligro, ¿porqué no lo arrumbas? Y si te mueres de hambre era preferible a vivir esa agonía que todavía vivo ahora que ya soy vieja”.
Los yacimientos de Coahuila fueron descubiertos en 1850, pero el primero de los registros de una actividad productiva se dio tres décadas más tarde, en 1884. Esas extracciones fueron comercializadas entre las fundidoras de cobre y posteriormente se vendió como combustible para el ferrocarril. La demanda exigió un arduo y peligroso trabajo, en el que lo único importante era la acumulación de riqueza. Muchos hombres perdieron la vida sustrayendo carbón, pero la explosión que inauguró las desgracias mayores ocurrió el 31 de enero de 1902, en la mina El Hondo, donde perecieron 135 obreros. Desde entonces se han documentado 900 muertes, un promedio de una por cada 42 días a través de 105 años de explotación mineral.
En febrero de 1908, 200 mineros murieron en Rosita la Vieja y otros 100 más quedaron sepultados en septiembre de ese mismo año, cuando trabajaban en las inmediaciones de Palaú. Allí mismo, el 24 de diciembre de 1925 otra explosión mató a 42 mineros, y el 22 de diciembre de 1936, en Nueva Rosita, 36 más tuvieron el mismo final. El rosario es inacabable, pero desde ese año no se tuvieron desgracias colectivas sino hasta el 31 de marzo de 1969, cuando murió el padre de Gloria Rivas Campos y otros 152 mineros. Barroterán, en el municipio de Melchor Múzquiz, mantiene una población similar a la de entonces, con poco más de dos mil habitantes. La viudez simultánea de 153 mujeres fue por lo tanto una lesión enorme en la comunidad, que todavía vive sus traumas.
“Muchas personas quedamos en la orfandad. Yo pienso que esa desgracia la marcó para siempre, a la sociedad, la arañó, hizo un daño terrible tanto emocional como económicamente. Dejó una ciudad de viudas y de huérfanos. Y luego, desgraciadamente, platicaba mi madre, en vez de ayudarlos, todo, todo le rebajaban (del cheque) todo, tanto los funerales como la comida que traía el mentado sindicato, todo se los rebajaron. Dice mi madre, ¿qué nos dieron? Ahora, afortunada o desgraciadamente cuentan con un seguro, que nosotros no contamos con nadie, más que lo que nos mandaba Dios, porque repito, todo, y pregúntele a otras viudas, todo nos lo rebajaron, hasta los funerales”.
Rivas vuelve a su condición herida. No quiere terminar sus recuerdos sin rememorar la gran batalla que dieron las viudas de entonces, para sobrevivir en un pueblo sin más vocación que las minas. Su marido apremia. Su hija y su nuera están ya sentadas sobre la troca, listas para conducirse al hospital de Sabinas, a media hora de allí.
“¿Cómo sobrevivimos? Pues mi mamá cociendo, vendiendo en aquel entonces… traía una tía ropa de segunda, para vender. Y que también, que desgraciadamente la gente no tenía dinero, buscarle, a comer. Le digo yo a mi esposo: flores de palma, noaplito y el frijol que no faltaba… no podíamos comer más. Era por todos lados: a lo mejor unos sí comían nopales y otros no, porque no les gustan, pero todo mundo teníamos esa hambre, tanto de no contar con el padre de uno, como el hermano, como del hambre de no poder llevar el bocado a la boca.
Con el tiempo comenzaron ya mis hermanas a desbalagar, igual, a trabajar en lo que pudiéramos, cocíamos, a cambiar costuras para que nos dieran de… cambiar aceite, maseca… ¡y lo digo con tanto orgullo! Es la verdad. Yo no quiero vivir así con que me dieron, ¡no señor! Nadie nos dio nada, al contrario, vuelvo a repetirlo: nos quitaron la poca comida que nos llegó, porque la cobraron”.
La madre de Gloria Rivas Campos murió hace poco, pero no la había llorado tanto como ahora, cuando ella misma debió incursionar hasta donde yace su dolor.
(Publicada el 25 julio 2007)