Cruzar la frontera hacia el lado americano es una rutina, y como tal, la espera no se piensa, se vive…

Hace tantos años que es igual, que ya ni se siente. Cruzar la frontera hacia el lado americano es una rutina, y como tal, la espera no se piensa, se vive.

La fila de carros llega un poco más al sur del puente peatonal, el arco que se ha vuelto símbolo de El Chamizal.

“De 45 a 50 minutos para cruzar”, dice el locutor en la radio, como quien da un reporte de tráfico en la capital mexicana.

Es lo que tardará uno en la fila, cuando el punto de arranque hacia las garitas comienza en ese punto del puente Córdoba de las Américas, mejor conocido como “puente libre”.

Son las seis y media de la mañana. Pero bien pueden ser las cuatro de la tarde o las nueve de la noche. Los fronterizos se han acostumbrado a ese intercambio, por necesidad o por gusto.

Tanta es la costumbre, que hace tiempo la monotonía quedó rota. Sobre los puentes, y antes de ellos, no sólo hay vendedores, sino timadores y guías que señalan a los contrabandistas qué caseta elegir al momento del cruce.
Pero el negocio se impone como la regla en esa procesión inacabable.

“Hay días, cuando la línea es muy grande, que sacamos hasta 500 pesos de ganancia”, dice Leticia Luna, una mujer de 40 años a quien muchos de los juarenses que cruzan a diario identifican plenamente.

Leticia lleva ocho años viviendo de la rutina de otros. Ella, su esposo e hijo se levantan cada mañana, antes de las cuatro, y preparan las tortillas de harina y los guisos con que harán cientos de burritos.

Mucho antes de que amanezca llegan al puente libre y cada cual toma su posición. Así que cuando uno cruza temprano para ir al trabajo y los busca para comprarles el desayuno, ellos llevan más de la mitad de su jornada laboral.

La familia de Leticia llegó de Lerdo, en Durango, y con ojos asombrados vieron en las filas la oportunidad del negocio. Tardaron pocos días en informarse de lo necesario para trabajar ahí, porque no es cosa de meterse y vender, sino que deben sujetarse a un orden.

Pronto consiguieron un permiso en la oficina de Comercio Municipal, y con la licencia en la mano buscaron la aprobación del resto de los vendedores para de inmediato avocarse a lo suyo.

“Pero no se crea, también hay días malos, porque las líneas han ido bajando de intensidad. Ya no es como hace cuatro años, cuando los atentados”, dice Leticia.

Tiene razón. La caída de las torres trastocó los tiempos de cruce. Los fronterizos debieron levantarse más temprano porque ya no esperaban 45 o 50 minutos en la línea, sino más de dos horas.

Esos eran minutos extras que aprovechaban los comerciantes callejeros y que fueron como una moderna “fiebre del oro” en cada puente.

Todos esos minutos de más, reclamaron proveedores nuevos y en mayor cantidad.
“Más que un mal somos un bien”, dice Leticia, convencida de sus palabras.

“Mire, en el calor nos ha tocado ver a gente que se desmaya, porque le falta agua. Así que nosotros les vendemos todo lo necesario para que la espera no les haga daño”.

Blanca Estela de Jesús aprendió lo mismo que Leticia cuando era muy joven. A sus 18 años llegó recién casada con su novio y ambos decidieron que las filas sería su centro laboral.

Los dos llegaron del Estado de México para fundar un negocio de artesanías baratas.

A los que cruzan les dicen que sus figuras de yeso, que en su mayoría son crucifijos y ángeles, son fabricados en alguna parte del estado. No les dicen que en Metepec, porque muy pocos entenderán del origen.

Pero desde luego que jamás revelan que en realidad los fabrican en un taller casero de la Revolución Mexicana, en el poniente de Juárez.

“Generalmente vendemos más entre las tres y las cinco de la tarde, que son las horas más buenas para nosotros. Pero también hay días que son muy malos”, dice Blanca Estela, que hoy cuenta 24 años.

Esos días de pena, tampoco los advierte nadie. Todos van como autómatas en la línea, y aunque no lo fueran, tampoco hay tiempo ni costumbre para platicar con ninguno de ellos. Simplemente se es cliente potencial.

Blanca y su marido han debido rematar piezas de 250 en 50 pesos, “nada más para echarle gasolina a la camioneta y regresar a la casa”, dice.

Aún así, ambos prefieren esa ruleta a las líneas de producción de una maquiladora.

“Sólo tenemos primaria terminada, y con eso lo único que nos espera en la maquila es trabajar como obreros. Y con lo que pagan no alcanza para vivir”.

La línea avanza. Leticia y Blanca Estela son como el pedazo de sueño que se rescata al despertar. Apenas una imagen fugaz, como el medio centenar de compañeros suyos, que viven de lo que puedan venderle a los que cruzan cada día, a cada hora.

Los 45 ó 50 minutos del tiempo en la línea se han consumido. Enfrente está el agente revisando documentos, cuestionando inquisidor, ordenando que abran la cajuela y dando golpes a las puertas del carro de enfrente.

Ya estamos por cruzar.

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