Con la muerte o encarcelamiento de los grandes capos, acabó también un estilo para maniobrar el trafico de drogas prohibidas en México. Hoy el narcotráfico continua a gran escala, con nuevas reglas de operación y nuevos jefes, aunque algunos de ellos sean de los más buscados por Estados Unidos.
Ojinaga– Una racha de vientos nacidos antes del amanecer ha dado un aspecto de pueblo fantasma a esta frontera del noreste de Chihuahua. Bajo un sol empañado por las tormentas de tierra, unos cuantos fieles acuden al llamado de las campanas que anuncian la misa del domingo.
El clima ayuda poco a despojar del semblante sombrío a una ciudad que está lejos de la rutina de los enclaves perdidos en el desierto. En días menos inclementes, o por las noches de fin de semana, un desquiciante movimiento de autos flamantes y un inesperado despilfarro de dólares en bares y restaurantes, ofrecen una lectura totalmente distinta.
Ojinaga se envuelve en las cenizas de las fiestas de viernes y sábado en una especie de abandono que ha dado paso a la indiferencia que es común en las plazas de narcotraficantes. Intenta disimular que la economía gira alrededor de una industria que no logra subirse al tren del desarrollo.
“Lamentablemente no puede actuarse de otra forma cuando hay miedo y admiración por los narcos; nadie los cuestiona cuando vienen a gastar su dinero, y en alguna forma muchos quieren ser como ellos. Esa es la verdad”, dice Julio César Andrade, el empleado de 25 años de un restaurante próximo al Palacio Municipal.
Hace tres décadas, un hombre llamado Pablo Acosta Villarreal descubrió que era mucho más lucrativo introducir marihuana a los Estados Unidos que traer mercancía de contrabando a México. No tuvo dificultad en burlar la frágil frontera de Presidio, y poco después se hizo del control absoluto del pueblo. Desde militares hasta policías ingresaron a su nómina.
Acosta fue el prototipo de la primera generación de traficantes de droga, un hombre que se solazaba repartiendo dinero entre los pobres, de donde provenía, y que luego transitó con éxito hasta ser parte fundamental en las primeras organizaciones de corte empresarial fundadas por criminales más jóvenes que él.
Como uno de los cuatro jefes de división que tuvo Miguel Ángel Félix Gallardo, el Padrino de la droga durante la década de los ochenta, Acosta cayó en los mismos excesos que sus cómplices Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, pero su final fue distinto.
Tras desafiar al entonces reconocido agente federal Guillermo González Calderoni, murió acribillado por la espalda y con el tiro de gracia en la cabeza, en medio de una traición que no hizo sino encumbrar su fama. Eso es lo que dicen los partes oficiales, pero detrás prevalece la versión del suicidio.
En 30 años las cosas han cambiado bastante, aunque no lo parezca. Acosta fungió como tutor de Amado Carrillo Fuentes y una vasta red de traficantes menores que luego sirvieron en la organización de El Señor de los Cielos. Pero el romanticismo de quien fue visto como el Robin Hood del hampa no es sino parte de la memoria colectiva.
Hoy, las polvorientas calles de Ojinaga si bien no se tiñen de sangre cada semana, supuran el miedo de todos sus habitantes. Es una frontera pequeña dominada por el crimen, igual que San Luis Río Colorado o Nuevo Laredo.
Como pocas regiones del país, aquí se sabe lo que ha pasado desde que el nombre de Pedro Avilés se erigió como el todopoderoso del mundo de la droga, a principios de los años setenta, hasta el final inesperado de Ramón Arellano Félix, el hombre fuerte del Cártel de Tijuana.
Las noticias llegan primero a lugares como este que a la redacción de los diarios, y los cambios se predicen con mayor grado de certeza aún entre simples lavacoches.
En la barra de cualquier cantina, las historias de El Chapo Guzmán, de Efrén Herrera, de Vicente Carrillo o de cualquier otro empresario de la droga, se cuentan como describiendo la vida de los verdaderos héroes nacionales.
No se trata de un cinismo encubierto o de un falso orgullo. Es simplemente un aspecto cotidiano en gran parte del norte y el pacífico mexicanos, producto de un siglo de convivencia con personajes como ellos.
El cultivo de droga en Sonora, Sinaloa, Chihuahua y Durango no es algo reciente. Los cuatro son estados con una vieja tradición en la producción de marihuana y opio. Pero las reglas que hicieron de la actividad un negocio lucrativo e ilegal ocurrieron en la década de los treinta, cuando un tribunal internacional decidió que su cultivo estaba fuera de la ley.
A finales de los años sesenta, el cultivo y refinamiento de la droga detonó la industria, después de que Turquía, el principal productor de adormidera, ejerció una serie de prohibiciones para su manejo y reproducción.
Algunos investigadores han documentado que detrás de las enormes plantaciones mexicanas se encontraban ex funcionarios de gobierno y ricos hacendados. Fue justamente uno de ellos, un judicial de nombre Jaime Herrera Nevares, que halló la forma de aumentar su fortuna mediante el traslado a gran escala de droga hacia los Estados Unidos.
Junto a ese hombre nacido en Durango, operaron un par de traficantes que con el tiempo se volvieron legendarios: Pedro Avilés Pérez, de Sonora, y el cubano Alberto Sicilia Falcón.
De los tres, Avilés es reconocido por autoridades de los Estados Unidos como el más astuto de los narcotraficantes de la época, y como el origen de lo que posteriormente fueron los cárteles de la droga en México.
Con Avilés se formó una generación entera de narcos que en lo sucesivo habrían de dominar la escena criminal, y fueron ellos los que provocaron el cambio en la hegemonía del submundo de la droga.
Miguel Ángel Félix Gallardo, quien cubrió las espaldas de Antonio Toledo Corro, a la postre gobernador de Sinaloa, fue el discípulo más aventajado de Avilés. Bajo su mando el cártel de Guadalajara se convirtió en la máxima estructura criminal que conoció el país hasta entrados los años ochenta.
Con él trabajaron Rafael Caro Quintero, Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto; Juan Jesús Esparragoza Moreno, El Azul; Rafael Aguilar Guajardo y Pablo Acosta Villarreal.
Félix Gallardo y Fonseca Carrillo fueron a su vez la raíz de otras dos organizaciones, que con el tiempo superaron a la suya: el cártel de Tijuana, de los Arellano Félix, y el cártel de Juárez, de Amado Carrillo Fuentes.
El nacimiento de esa segunda generación de narcotraficantes encabezada por Félix Gallardo controlaba total o parcialmente los cultivos de droga en unos 77 mil kilómetros cuadrados que componían el triángulo formado por Sinaloa, Chihuahua y Durango. Ahí se generaba el 70 por ciento de la droga del país.
Sin embargo, el control del mercado de la cocaína estaba en manos de los narcotraficantes colombianos, que hasta principios de los años ochenta introducían la droga a los Estados Unidos por rutas del Caribe.
Una sucesión de golpes en contra de los sudamericanos, en las costas de Florida, hizo que los colombianos volvieran los ojos hacia México, a cuya cultura del contrabando se sumaba la agresividad de una casta de traficantes de droga que daban garantía de éxito en la introducción de sus cargamentos.
El cártel de Cali fue el primero en hacer contacto con los narcotraficantes mexicanos. La lógica de las operaciones no tenía mayor ciencia: los cargamentos eran enviados por avión al centro y norte de México, y de ahí se llevaban hasta la frontera, en donde se introducía la droga poco a poco, a bordo de vehículos. Todo en absoluta complicidad con las autoridades mexicanas.
La estructura fronteriza de la organización de Félix Gallardo operó con formas exactas hasta su encarcelamiento, en 1992. Por cada kilo de droga que lograban colocar del otro lado de la frontera, los colombianos pagaban mil dólares, una cantidad que muy pronto se volvió poco.
Juan García Ábrego, sobrino de un legendario contrabandista de whisky en Tamaulipas llamado Juan Nepomuceno Guerra, fue de los pocos narcotraficantes que se formó fuera de las filas de la organización de Avilés y de Félix Gallardo. Fue él, quien a principios de los ochenta entró en contacto con los carteles colombianos, y se convirtió en el eje de casi todos los movimientos de cocaína que pasaban por México.
A diferencia de Félix Gallardo, el jefe del naciente cartel del Golfo rechazó una continuidad de pagos en efectivo por cada kilo de cocaína que cruzara a los Estados Unidos. En vez de eso, condicionó el pago en especie, una práctica que imitaron más tarde el resto de los mexicanos, lo que les llevó en poco tiempo a convertirse en los nuevos amos del negocio.
Las formas para colocar la cocaína en las ciudades fronterizas del otro lado, y de ahí llevarla a las grandes ciudades de las dos costas, estaban totalmente dominadas por todos ellos.
Con Félix Gallardo hicieron inercia en el cruce un experimentado equipo de traficantes oriundos de Sonora, Chihuahua y Durango, que durante años habían trabajado en forma disgregada.
Un par de agentes de la desaparecida Dirección Federal de Seguridad, Rafael Aguilar Guajardo y Rafael Muñoz Talavera, maniobraron el cruce por la frontera de Ciudad Juárez, mientras que en Ojinaga todo quedó bajo control de Pablo Acosta Villarreal, un viejo conocido de Ernesto Fonseca Carrillo.
La organización de Félix Gallardo tuvo un poderoso aliado en Manuel Salcido Uzueta, apodado el Cochiloco, quien había colaborado con Lamberto Quintero, otro célebre criminal.
El Cochiloco, que debía el apodo a su madre, quien encontraba similitud a su hiperactividad infantil en el comportamiento de un cerdo con fiebre, fue otro de los hombres que garantizó la recepción y movimiento de la droga en Jalisco.
En las fronteras de Tamaulipas y Coahuila, García Ábrego operó con agentes de la Policía Judicial del Estado, quienes procuraron siempre una red de protección a su grupo de jóvenes contrabandistas para afianzar el poder en unos cuantos años.
Pero en el fondo se trataba de una generación embriagada con el poder y la fortuna. Creyéndose los todopoderosos cometieron excesos que pronto les costaron la vida o la libertad.
En la época de mayor esplendor de la organización, la DEA infiltró a uno de sus agentes para documentar las operaciones del cártel y descubrir la estrecha relación entre los criminales y autoridades mexicanas.
Enrique Camarena pudo describir las operaciones y el organigrama de la organización de Félix Gallardo, pero en la fase culminante de una investigación de tres años, cuando pretendía revelar información que confirmaría la intervención de altos funcionarios mexicanos en el tráfico de drogas, según las autoridades estadounidenses, fue asesinado por órdenes de los capos.
Los narcotraficantes fueron particularmente sádicos en el homicidio del agente de la DEA. Un reporte oficial dice que fue torturado durante días, y que se le sepultó con vida.
El primero en caer fue Rafael Caro Quintero, seguido de Ernesto Fonseca Carrillo. Miguel Ángel Félix Gallardo, quien creyó que el gobierno de los Estados Unidos estaría saciado con el arresto de los operadores número dos y número tres de su organización, buscó refugio en la residencia de su amigo, el entonces gobernador de Sinaloa, Antonio Toledo, pero fue aprehendido pocos meses más tarde.
En Ojinaga, Pablo Acosta Villarreal daba rienda suelta a su dominio de plaza. Una entrevista concedida a un reportero norteamericano, en la que proclamaba la autoridad total del pueblo, marcó su final. Un desafío de ese nivel en los límites mismos de los Estados Unidos dio origen a su cacería y muerte.
La misma suerte tuvo Manuel Salcido Uzueta, quien fue acribillado junto con su chofer el 10 de octubre de 1991, en pleno centro de Guadalajara. En torno a su cuerpo las autoridades levantaron 110 casquillos de bala de distinto calibre y una granada de fragmentación.
En Juárez, Rafael Aguilar y Rafael Muñoz, casados ambos con dos hermanas, intentaron reaccionar cuando los líderes de la organización estaban presos. Aguilar buscó fortalecer e independizar al cártel de Juárez, pero en 1993 fue asesinado por órdenes del sobrino de Don Neto, Amado Carrillo Fuentes.
A su vez, Muñoz, aprehendido después de un decomiso de 21 toneladas de cocaína en Sylmar, un suburbio de Los Ángeles, California, abandonó definitivamente la prisión en 1996, pero su vieja red de protección estaba rota y murió torturado en Ciudad Juárez, en diciembre de 1998.
Del poderoso cartel de Guadalajara había nuevos herederos. Amado Carrillo Fuentes y sus hermanos Cipriano y Vicente tomarían el control del cartel de Juárez, mientras que en Tijuana, los hermanos Benjamín, Ramón y Javier Arellano Félix, sobrinos de Félix Gallardo, impondrían nuevas y violentas reglas para magnificar su negocio.
Una tercera ala de la familia integrada por Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, y Héctor Palma Salazar, El Güero, intentarían apoderarse de la zona del pacífico.
Las tres nuevas familias del narcotráfico mexicano establecieron de inmediato una guerra a muerte en busca del control absoluto de las operaciones, mientras que García Ábrego encontraba un nuevo nivel de relaciones con el entrante gobierno de Carlos Salinas de Gortari, lo que le condujo muy pronto a la cumbre del crimen organizado.
Amado Carrillo, a quien muchos consideran el narcotraficante más poderoso que haya existido en el país, logró instalarse en la cima del cartel de Juárez en marzo de 1993, después de aniquilar a Rafael Aguilar Guajardo, en Cancún. Eso dicen los informes de la PGR.
El narcotraficante fue capaz de concentrar en una sola organización a las estructuras de Guadalajara, Sinaloa y Juárez, y una vez muerto García Ábrego, extendió su influencia hasta el Golfo de México.
Carrillo fue el primero en descifrar las posibilidades del narcotráfico a gran escala, y diseñó un plan para transportar cocaína de Sudamérica a México a través de una flotilla de aviones, lo que posteriormente hizo que se le conociera como El Señor de los Cielos.
Antes, sin embargo, García Ábrego avanzó como nadie en la escalera criminal. Estrechamente vinculado al gobierno salinista a través de Raúl, el hermano mayor del presidente, logró la protección necesaria para sus cargamentos de droga y fue el primero en encender los focos rojos de la seguridad nacional.
Con García Ábrego se inauguró un pasaje en el que la influencia de los narcotraficantes en la vida política del país fue mayor que nunca, aunque algunos expertos dicen que en realidad los criminales están lejos de infiltrar las esferas del poder real en México, pues son las mismas autoridades las que han manejado desde siempre el mundo de la droga.
En la fase última del sexenio de Carlos Salinas, la supuesta guerra entre los Arellano Félix, El Chapo Guzmán y Amado Carrillo revelaron en realidad el nivel de infiltración que tenían los narcotraficantes en el sistema público.
Los asesinatos del cardenal de Guadalajara Juan Jesús Posadas Ocampo, del candidato presidencial Luis Donaldo Colosio y del secretario general del PRI, José Francisco Ruiz Massieu, se inscribieron en plena consolidación pública de una nueva generación de criminales que aprovechaban, además, la atención concentrada de los gobiernos de México y Estados Unidos en la firma del Tratado de Libre Comercio.
La caída del entonces jefe del cartel del Golfo sobrevino un año después de que Carlos Salinas de Gortari dejó la Presidencia de la República. Perseguido desde los últimos meses del salinato, el narcotraficante fue delatado y capturado en una de sus residencias, en enero de 1996. Actualmente, García Ábrego enfrenta una condena de 11 cadenas perpetuas, dictada por una corte estadounidense.
El asesinato de Posadas Ocampo había llevado antes al arresto de Joaquín Guzmán Loera, en junio de 1994, y su socio y amigo Héctor Salazar cayó preso un año más tarde, en junio de 1995, después de que se desplomó la avioneta en que volaba por cielo de Nayarit.
Los Arellano Félix y Amado Carrillo Fuentes se enfrascaron entonces en una guerra por su propia salvación.
Sin embargo, Carrillo Fuentes obtuvo un poder inusitado antes de morir. Con un dominio clave en ciertas estructuras del ejército, coronó sus movimientos en 1996, cuando se nombró al general Jesús Gutiérrez Rebollo encargado del desaparecido Instituto Nacional de Combate a las Drogas (INCD).
Al frente de las operaciones antinarcóticos, el general intentó desmembrar a los Arellano Félix, pero entonces sobrevino la filtración que lo delató como protector de Amado Carrillo Fuentes.
Con el general en prisión, el jefe del cartel de Juárez se sintió acorralado e intentó cambiar de país y fisonomía. Carrillo murió en una cirugía plástica mayor en julio de 1997, cuando le fue imposible sostener el nivel de protección de que gozó cuando fue el traficante más poderoso del país.
Con su muerte parece haber diezmado una generación de narcotraficantes, y un estilo para operar. Algunos nombres de sus contemporáneos se mantienen en las listas de los más buscados y los gobiernos de México y Estados Unidos sostienen que son los más importantes criminales. En los hechos, hay nuevas formas y nuevos empresarios que mantienen las operaciones.