Se han rehusado a seguir los papeles tradicionales. Pero ser independientes y autónomas también acarrea problemas: el mayor, quizá, sea la soledad. ¿Qué se hace: se regresa a lo conocido, o se inventan nuevas maneras de vivir? Las jóvenes mexicanas se hacen esta pregunta, y están buscan nuevas respuestas.

A María del Socorro nunca le gustó su nombre. Lo consideraba la mezcla de un obsesivo apego religioso y una forma ridícula de preservar a los antepasados, algo que contrastaba con su estilo de vida.

“Es un nombre que me suena anticuado, inapropiado. Nada qué ver”, dice.

Desde adolescente supo que no quería ser como su madre ni como la mayor de sus cuatro hermanas. Su meta era alcanzar un nivel académico que le permitiera independencia económica, para disfrutar de sus años sin compromisos de pareja.

Así lo ha hecho.

Sin embargo, a un mes de alcanzar los 33 años, la cultura que dio origen a su nombre parece haberla atrapado. Hoy quiere una vida más tradicional, que le permita el retorno al núcleo familiar que dejó aún antes de estar en condiciones reales de hacerlo.

“Ya quiero estabilizarme, como que ya va siendo hora de tener una familia y todo eso, ¿no?”

Lo que dice parecería una broma. Ex ejecutiva en México de General Motors, rodeada de compañeros de trabajo a la una de la mañana en una mesa de discoteca y totalmente dueña de su tiempo, la delata su angustia.

“Es en serio. Creo que ya no estoy en edad de seguir como hasta hoy. En verdad necesito una pareja estable, una familia, un apoyo”, dice sin ninguna sonrisa de por medio.

Su reclamo no es único en una generación de mujeres profesionales que cambiaron el estilo de vida en las zonas urbanas del país en menos de un cuarto de siglo. Pero tampoco marca una tendencia única de un grupo social que se distingue por el arrebato que las lleva rumbo a un equilibrio de influencia con los hombres.

Si bien para una mayoría la vida familiar es el objetivo, existe un porcentaje en aumento que prefiere coronar sus metas profesionales antes que sacrificarlas en la crianza de los hijos y el mantenimiento del hogar, un rol que hasta hoy sigue desarrollando la mujer mexicana.

“En mi caso tengo muy bien definido lo que quiero”, dice Sonia del Valle, una periodista y activa defensora de los derechos de la mujer. “Así que no pienso tener hijos ni casarme. ¡That’s it!”

¿Y los hijos cuándo?

Esas dos caras de las mujeres que han resuelto su vida profesional y que aún están biológicamente posibilitadas para ser madres, definen la condición de un considerable porcentaje de mexicanas que residen en las zonas urbanas.

Entre quienes desean formar una familia después de los 30 y quienes han decidido no tener descendencia, el país ha visto modificada la participación económica de la población femenina.

Encuestas recientes de la Comisión nacional de la Mujer indican que la fecundidad entre quienes están incorporadas al mercado de trabajo se redujo en los últimos años hasta dejar un promedio inferior a 1.4 hijos, por 3.4 de las mujeres sin actividad económica.

Hasta hace 25 años, el mayor porcentaje de fecundidad se registraba en las mujeres de 20 a 39 años, y es justamente ese grupo el que ha invertido los números: ahora son ellas quienes menor cantidad de hijos tienen.

Lo que ha ocurrido es impresionante para varios analistas, aunque es una consecuencia lógica.

En 20 años, de 1976 a 1996, las mujeres de 20 a 39 años redujeron sus niveles de fecundidad en un 46 por ciento. Y para 1999, quienes integraban el grupo de mujeres de 35 a 39 años, lo hicieron en un 70 por ciento.

Lo que modificó radicalmente el orden que existía tiene su origen en una serie de factores que nacen con el nivel académico de la mujer. Así, los matrimonios o la vida en pareja fueron aplazándose, a la par que registraban un aumento sin precedente en el mercado laboral.

En ello contribuyó también una agresiva campaña de planificación familiar difundida por el gobierno en la década de 1970, lo que a su vez provocó una actitud distinta ante la maternidad.

Mejor solas

La relación entre academia y fecundidad es más estrecha que nunca.

En 1990, el censo de población arrojó los primeros datos sobre la nueva realidad mexicana. Unos seis millones de mujeres entre 25 y 49 años residentes en ciudades con más de 100 mil habitantes procrearon 16.5 millones de hijos. De ellos, poco más de 500 mil eran de alrededor de 700 mil mujeres profesionistas.

La incorporación de mujeres a la academia y la vida económicamente activa mantiene un reducido promedio de partos en el grupo que comprende a quienes tienen entre 25 y 39 años. Entre todas no alcanzan el tres por ciento del total de partos.

Cuestiones diversas han llevado a la mujer a tomar decisiones que, al final, repercuten en las cifras formales que ponen rostro a la nueva realidad del país.

“En mi caso no creo ser capaz de atender un hijo: simplemente me sería imposible. Así que prefiero esperar unos años más”, dice Laura Sáenz, una licenciada en administración pública que ha cumplido los 30 este año.

Sáenz no es un caso extraordinario en el grupo de mujeres de su edad. Sus razones no tienen que ver con la búsqueda de una escalada académica ni la ambición de un puesto superior en su trabajo. Ella simplemente forma parte de cientos de miles que aprecian su vida en solitario.

El porcentaje de mujeres que han decidido terminar una relación formal no varía demasiado entre quienes tienen de 25 a 29 años, o las que van de los 30 a los 39. Y si bien el índice de divorcios aumenta a partir de los 30 años, la cantidad de solteras entre quienes tienen 25 y 30 años es igualmente superior al de las mujeres que tienen hasta 10 años más.

De esta forma, la alternativa de la unión libre ha ganado adeptas en las últimas dos décadas. De hecho poco más del 10 por ciento de las mujeres entre los 30 y 34 años viven con su pareja sin compromisos legales o religiosos, según datos del INEGI.

La manera en que las mujeres han ejercido sus derechos casi a la par que los hombres no deja de ser excepcional en un país famoso por su gran cultura machista. Sin embargo, lo que se ve ahora, no es nuevo.

Hace 10 años que las mujeres profesionistas mantuvieron su soltería en porcentajes muy similares a los hombres de su misma generación, e incluso en casos de separación y divorcio estuvieron por encima de la media declarada por los varones.

La vida bajo control

Lo que ocurrió en México a partir de esos nuevos patrones no es algo que preocupe demasiado a las autoridades. Diversos estudios han demostrado que los hogares dirigidos por mujeres viven condiciones económicas y sociales iguales a las de las familias encabezadas por hombres.

Pese a todo, un sistema patriarcal como el del país se niega a dejar en abandono total a las familias donde el padre se ha ausentado temporal o definitivamente, dice un diagnóstico sobre el tema elaborado por el INEGI en 1994.

“En mi caso no creo necesitar ayuda de mis padres o de mis hermanos, pero también es cierto que jamás me han dejado de apoyar en lo que pueden”, dice Lizbeth Ortúzar, una abogada de 32 años que decidió embarazarse sin compartir su vida con el padre de su hija.

Ortúzar es de las mujeres que tienen su vida bajo control emocional y económico. Y ése tampoco es un dato que deba desestimarse.

Por mucho, la nueva generación de profesionistas mexicanas ha ensombrecido al resto de la población económicamente activa.

En la década de 1990, la tasa de participación de participación de profesionistas fue superior al 82 por ciento, lo que significó un repunte de 31 puntos porcentuales respecto a la década anterior. El crecimiento comprendió a mujeres entre los 25 y 39 años.

En 1970, el porcentaje de mujeres profesionistas era inferior al 20 por ciento. Pero 30 años después, las mujeres con carrera terminada sobrepasan una tercera parte del total.

La forma tan rápida en que se elevó el porcentaje de profesionales no deja de ser alentadora para las nuevas generaciones.

“Me queda perfectamente claro que, independientemente de que me case o no, tengo el propósito de terminar mi carrera y tomar alguna especialidad, porque de algo estoy segura: no voy a depender de ningún hombre”, dice Lorena Aguilar, una estudiante de diseño industrial de 23 años.

Los datos oficiales del gobierno mexicano dan sustento a lo dicho por la estudiante. Las mujeres son las que menor porcentaje de deserción registran en el conjunto académico.

“En el ciclo escolar 1997-1998, en los niveles educativos de primaria, secundaria, profesional, medio y bachillerato, las mujeres tienen una mayor eficacia que los hombres”, dice un estudio estadístico manejado desde entonces por la Secretaría de Educación Pública.

La diferencia en la eficacia terminal de hombres y mujeres es de 10.4 por ciento. Mientras que los varones alcanzan 34.5 por ciento, el sector femenino llega a concluir sus estudios en un 44.9 por ciento.

Las condiciones que ofrece el país en el área académica ciertamente han cambiado el rumbo social. Pero también es cierto que se está en un proceso de asimilación.

“la cosa no es tan simple como decir: ‘ahora yo me valgo por mí misma’. ¡No!, porque finalmente creo que todavía andamos con la onda familiar bien metida en la cabeza. Y eso definitivamente pesa, quieras o no”, dice María del Socorro, la profesionista que hoy busca sentar cabeza.

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